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ANATOMÍA DE UNA NOVELA: ACERCÁNDOME AL JAZZ

3 abril, 2021/4 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Un sicario pianista de jazz. Ahí es nada. Eso me plantea un problema: creo que sé describir lugares y personas, pero ¿cómo describo la música?

Por suerte, en este campo poseo recursos. No propios, pero sí familiares. Llamo a mi primo, Ramón García, excelente pianista cuyos dedos han sobrevolado más teclas de las que él mismo puede recordar. Varias escenas, distintos ambientes y, siempre, Jon Cortázar al piano. Como un experimentado buscador de oro en el río, Ramón va cribando con impecable criterio composiciones hasta ofrecerme un selecto muestrario del que elijo las que creo que encajan mejor en la historia.

Ahora falta lo más difícil: acoplarlas a cada escena, a un gesto, a una mirada, a una intención. Ramón me describe su estructura, comparte curiosidades de la historia de tal o cual melodía, me da detalles de la vida de cada músico que la interpretó en el escenario y me corrige sobre las versiones escogidas para acoplarlas al ritmo narrativo.

Después de todo el proceso, se me ocurre crear una lista en Spotify —de análogo título que la novela— para que los lectores puedan escuchar las canciones que aparecen en determinadas escenas y así, en su imaginación, puedan recrearlas y moverse con soltura en ellas. Sentir plenamente la historia mientras a su alrededor oyen silbar la melodía de las balas.

Anatomía de una novela: Construyendo un personaje

29 diciembre, 2020/0 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

En qué lío me he metido. Aunque, al menos, recuerdo el momento exacto en que lo hice.

Participaba en una mesa redonda, durante la primera edición de Cartagena Negra, cuando el comisario principal Ignacio del Olmo, maestro de ceremonias, me preguntó de qué trataba mi segunda novela. Ante el público ofrecí unas pinceladas sobre la trama, ilusionado por el tropel de ideas que bullían en mi cerebro, de entre las cuales sobresalía Nejib, el viejo profesor tunecino. Ardía en deseos de ponerme escribir sobre él, de convertirlo en un personaje.

Fue más fácil decirlo que hacerlo.

La escritura es una receta con dos ingredientes básicos: lo vivido y lo imaginado. Pero ambos tienen un peso distinto según el momento. Ahora, conforme tecleo, me doy cuenta de que para moldear la personalidad y los tormentos de Nejib me basta la imaginación. Pero otorgarle un pasado y ahondar con solvencia en la convulsa historia de Túnez demanda unos conocimientos sobre la realidad de los que carezco.

No paro de darle vueltas. A ver qué hago ahora. Mi entorno me dice que no me obsesione, pero yo me desvelo más de una noche reprochándome haberme llenado de barro hasta el alma por pisar este charco.

De repente, una idea. Más bien un nombre que no puede figurar aquí, pero detrás del cual hay un experto en el tema. Localizo su teléfono y le escribo. Me sorprende agradablemente su abierta disposición a colaborar. Los tipos con un trabajo como el suyo suelen pasar desapercibidos y son reacios a hablar, de modo que recibo su confianza como un regalo.

Tomamos café cerca de la biblioteca de la calle Hospital, en Valencia. El tipo es un libro abierto. Me duele la muñeca de tomar notas. Me cuenta mucho; nada inconfesable, pero lo suficiente para orientarme en el complejo mapa histórico, político y religioso del Túnez más reciente. Ahora, entre mis ideas originarias, se intercalan la Liga Árabe, el dictador Ben Ali y una revuelta popular que mi imaginación transformará en un conflicto irreconciliable entre dos facciones.

Se acaba el café a la vez que la tarde. Toca despedirse y le agradezco su ayuda. «La piedad y las letras valen la pena», me dice al estrecharme la mano. Me quedo pensando en esas palabras mientras me alejo dejándolo allí sentado, difuminado entre la gente, volviéndose tan gris como las nubes que han empezado a cubrir el cielo.

Anatomía de una novela: Explorando una ciudad

11 diciembre, 2020/0 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

En toda novela el lector reconoce (o cree hacerlo) lugares y hechos. Viví esa experiencia con mi primera obra, Hadas con tacones afilados. Respecto a la misma escena, unos me aseguraban haber detectado que estaba ambientada en una calle de mi ciudad natal, Almería, mientras que otros juraban vislumbrar que correspondía a una zona de Madrid o Barcelona.

Esas apreciaciones, al margen de ser correctas o erradas y de lo satisfactorio que resulta que los lectores profundicen en la historia que uno ha escrito, hasta el punto de recrearla en su mente, me hicieron reflexionar. Porque lo cierto es que Hadas con tacones afilados es, en realidad, un montón de retales de espacio y tiempo; en resumen: cogí un poco de aquí y de allá, de modo que en sí misma no está inspirada en ningún lugar ni fecha concretos.

Sin embargo, tenía una deuda moral con la ciudad que me adoptó hace ya doce años y que me ha dado tantas cosas: Valencia. Por eso, desde los primeros esbozos de La melodía de las balas tuve claro que la trama principal transcurriría en la ciudad del Turia. Más aún, durante la celebración de las Fallas, fiesta emblemática (y ruidosa) donde las haya.

Otra parte de la novela transcurre en Sudamérica, y como es obvio que no vivo de la literatura, tuve que privarme de visitar Venezuela y Colombia y recurrir, para documentarme, a diversas fuentes y contactos —de los que hablaré más adelante—. Pero vivir en Valencia me ofrecía la impagable oportunidad de explorarla. De modo que, armado con mi mochila, mis cuadernos, mi cámara de fotos y una aplicación en mi teléfono móvil que descubrí para hacer anotaciones, durante varias semanas recorrí multitud de rincones de la ciudad. Unos, históricos y emblemáticos; otros, corrientes e insulsos. Todos tienen su importancia en la novela. Porque van a contemplar a un exterrorista de ETA convertido en sicario que llega a Valencia para matar a alguien, sin saber que será la ejecución más difícil de su vida.

 

Anatomía de una novela: Tiempo de contar una historia

6 diciembre, 2020/0 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

De acuerdo, tengo los personajes, la trama y apuntes de sobra. Pero ¿cómo cuento la historia?

Llevo varios días dándole vueltas al asunto. Tratando de averiguar la forma más adecuada de narrarla. Desde qué perspectiva. Por un lado, creo que el punto de vista del narrador omnisciente resulta adecuado. Por otro, Jon Cortázar es un personaje complejo y temo que eso dificulte que los lectores lleguen a él, a comprender quién es y por qué hace lo que hace. Tomo café con mi amigo Bruno Nievas, que además de pediatra es escritor, y le expreso mis dudas. «Piénsatelo muy bien», me dice. «Porque una vez que tengas avanzada la novela es muy difícil volver atrás y cambiarlo todo».

Como la vida son decisiones, finalmente tomo la mía: contaré la historia desde dos puntos de vista. El trabajo que el sicario Jon Cortázar pretende ejecutar en Valencia, como narrador omnisciente y en tiempo presente. Puede que la acción parezca más lenta, pero quiero que el lector le acompañe en cada momento de su delicada misión y que perciba las mismas sensaciones y los mismos detalles que él. Que sepa cómo piensa, qué siente, de qué sospecha, cuándo siente ansiedad, deseo o alivio. En definitiva, que camine en sus zapatos de asesino con una peculiar vida a sus espaldas.

Por otro lado, las palabras de Arturo Pérez-Reverte en su discurso de ingreso en la Real Academia Española («Somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos») cobran ahora especial sentido: la historia principal se alternará con una trama paralela, en la que será el mismo Jon quien contará su propia vida en primera persona y en pasado, a modo de diario. Su orígen vasco, su ingreso en ETA y su viaje a un campamento clandestino en Venezuela como formador de las FARC, en una estancia que cambiará por completo su vida.

Dos épocas vitales. Dos puntos de vista. Dos narraciones diferentes intercaladas a lo largo de la novela.

Y ahora, a escribir.

 

Anatomía de una novela: Un atentado.

2 diciembre, 2020/1 Comentario/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

 

25 de mayo de 2015. Sede de la Guardia Nacional de Aouina, en Túnez. Sobre el escenario y de uniforme impartía una clase a mandos policiales del país cuando, de pronto, un enjambre de murmullos sobrevoló la sala. Los oficiales tunecinos habían dejado de prestarme atención: ahora consultaban sus teléfonos móviles y cuchicheaban. Miré desconcertado hacia al fondo de la sala, a la cabina donde los intérpretes traducían mi español al árabe. En ese momento lo hacía Mona, una de las mujeres con más clase, elegancia y estilo físico e intelectual que he conocido jamás. A su lado, Nejib, un profesor universitario retirado y bonachón, de tez morena y espeso bigote blanco, me indicó por señas que me colocara el auricular de traducción simultánea.

—Están hablando de un atentado.

Su voz calmada me había llegado con exquisita profesionalidad telefónica. Sin embargo, a través del cristal de la cabina vislumbré su rostro turbado. Nos encontrábamos en una instalación policial y buena parte de la oficialidad estaba reunida allí.

—¿Dónde? —pregunté.

—En la base de Bouchoucha.

No quedaba lejos ese recinto militar que, además, distaba unos doscientos de metros del tristemente célebre Museo del Bardo, donde un par de meses antes un comando yihadista había asesinado a veinte turistas. Entonces no podíamos saberlo, pero poco después, en junio de ese mismo año, se produciría otro atentado islamista en la playa de Susa. Los nervios estaban a flor de piel.

Volvamos tres semanas atrás en el tiempo. Yo estaba en el vestíbulo de un hotel de Barcelona. A punto de regresar a casa, tras un servicio con mi unidad, ultimaba los preparativos para la presentación en Valencia de mi primera novela, Hadas con tacones afilados. Todo estaba previsto: las invitaciones, el lugar, el periodista Manuel Marlasca como maestro de ceremonia y la fecha, a finales de mayo.

Encuadernada una novela, la historia que cuenta queda atrapada entre sus cubiertas y solo se libera en la mente de cada lector, que la hace suya de un modo particularísimo. Entretanto, el escritor ya la ha olvidado porque arde en deseos de comenzar la siguiente. Sobre esa siguiente llevaba meses tomando notas en el cuaderno inspirado en Leonardo Da Vinci, y algo tenía muy claro: esta vez no sería una novela policial. Y no por falta de ganas (ni, lógicamente, de ideas) sino porque quería evitar acomodarme. Debía ser algo distinto. Tan distinto como que su protagonista sería justo lo contrario a un policía: un asesino.

Me llamo Jon Cortázar, y en esta vida solo hay dos cosas que se me dan bien. Una es tocar el piano. La otra, matar. Puede que acaben de deducir en qué orden lógico debí de aprenderlas, pero déjenme decirles algo: se equivocan.

Así empieza a contar su vida el protagonista de mi segunda novela, un exmiembro de ETA, y al mismo tiempo consumado pianista de jazz, que, enviado como experto en armas y explosivos a Venezuela para colaborar en el adiestramiento de las FARC, sufre un grave incidente que está a punto de costarle la vida. Tras conocer allí la corrupción militar y policial y el sórdido mundo de los niños sicarios, regresa a Euskadi, donde le espera la hostilidad de una ETA inmersa en su decisión de entregar las armas y que lo considera un traidor.

Para sobrevivir, Jon se reinventa como sicario y viaja a Valencia para ejecutar al objetivo que le ha encargado un misterioso cliente. Como tapadera, durante su estancia en la ciudad toca el piano en un club de jazz con cuyo dueño mantiene una turbia relación. Pero el trabajo se torcerá de un modo que Jon jamás habría imaginado, y con la única compañía de una enigmática joven informática a la que no puede contarle la verdad, tratará de huir de un siniestro inspector de policía y de los fantasmas de un pasado que van a poner en juego no solo su libertad, sino también su propia vida.

Esas eran las líneas básicas de La melodía de las balas. Escenas, vidas, acciones y personajes flotaban en mi cerebro. Pero lo hacían como satélites inconexos. Sin una idea, sin algo sólido que los uniera.  Sin un pegamento. En fin —me acomodé en el sillón del vestíbulo del hotel—, daba igual. Tiempo tendría de pensarlo. En ese momento sonó el teléfono. Al otro lado escuché la voz de un amigo y compañero:

—Hemos pensado en ti para que impartas un curso a mandos policiales.

—Ah, muy bien. ¿Y dónde es?

—En Túnez. Por cierto, tienes que prepararlo rápido. Será en la segunda quincena de mayo.

Guardé silencio unos segundos. Los imprescindibles para que el desbarate de planes encajara en mi cronograma mental. La presentación tendría que esperar.

Regresemos al auditorio de la Guardia Nacional de Aouina. Tras unos convulsos minutos llegó la explicación al atentado: un militar con problemas mentales había arrebatado su arma a otro soldado y asesinado a siete personas durante el izado de bandera en el recinto castrense, antes de ser abatido por sus propios compañeros. La situación estaba controlada, los mandos policiales permanecieron en la sala y pude terminar mi clase sin más incidentes.

Al terminar, mientras los oficiales salían del recinto, todavía pegados a sus teléfonos móviles para interesarse por las últimas noticias, Nejib y yo coincidimos bajo el fresco soportal del auditorio mientras nos protegíamos del calor del mediodía. No solo su aspecto era bonachón, también su carácter. Tras un breve intercambio de palabras, hizo gala de la sempiterna cortesía árabe y se ofreció a llevarme en su coche al hotel.

En ese breve trayecto me narró parte de su historia, trazos de una vida que cautivó mi interés: licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, en Túnez era un famoso hispanista que había realizado la primera traducción al árabe de La familia de Pascual Duarte, mascarón de proa literario de Camilo José Cela. Nejib tenía una vida tras de sí que, convenientemente deformada y agregándole una buena dosis de imaginación, merecía ser contada.

Cuando me despedí de él y me giré para entrar en el hotel, el cristal de la puerta automática me devolvió mi propia sonrisa. Acababa de encontrar el pegamento para mi novela.

Anatomía de una novela: Un cuaderno.

28 noviembre, 2020/4 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

 

Mantengo tres colecciones que solo mis allegados conocen. Les dejo que se entretengan adivinando dos de ellas, pero les confesaré la tercera.

Mi colección de cuadernos es modesta, no vayan a pensar. Desde los sencillos hasta los más elaborados, todos tienen diversa procedencia: regalos de amigos generosos u obtenidos durante mis viajes por este u otros países. De algunos mancillé sus páginas relatando aventuras, pensamientos o sucesos. Otros se conservan impecables, resistiéndome a la tentación de usarlos cada vez que abro la vitrina y los contemplo.

De todos ellos, hay uno al que le tengo un cariño especial, quizá porque es el más diferente de todos. Más que un cuaderno, es un bloc de notas. Sus cubiertas, duras y hechas para aguantar trotes, están inspiradas en Leonardo da Vinci. Pero no es su diseño lo que me inspira el afecto, sino que fue justo ese el que utilicé durante meses para auxiliarme en la escritura de mi novela La melodía de las balas.

En él redacté las primeras notas, cuando Jon Cortázar, su protagonista, aún no se llamaba así, o cuando imaginaba a la joven y enigmática Yara como periodista en vez de la experta en informática que acabaría siendo. Como ven, hasta en la literatura se cumple el proverbio: Si quieres hacer reír a Dios, muéstrale tus planes.

De modo que, si Dios escribe recto con renglones torcidos, imaginen cómo serán los del que suscribe. La cosa es que La melodía de las balas finalmente verá la luz en diciembre, de la mano de la editorial Olé Libros, y como homenaje a ustedes —dicen que uno escribe para sí mismo, pero dejémonos de hipocresías: también lo hace pensando en el lector—, he decidido recuperar una vieja sección a la que en su día bauticé como Anatomía de una novela. A lo largo de las próximas semanas iré publicando las anotaciones que recopilé en ese cuaderno: el germen de la novela, los esbozos de los personajes, el proceso de documentación, los lugares que visité o los problemas que fui encontrando por el camino y el modo en que los resolví —con mejor o peor fortuna, ya juzgarán ustedes si tienen a bien leerla—; en definitiva, el andamiaje de una historia, la anatomía de una novela que he decidido autopsiar ahora que yace encuadernada e inerte sobre la mesa, esperando, paradójicamente, a cobrar vida en cada lector que adentre en sus páginas.

Sean bienvenidos. Un placer.

GATITOS Y BOLARDOS

23 agosto, 2017/1 Comentario/en blog /por Rubén Sánchez Fernández
El diablo me susurró: “No sobrevivirás a la tormenta”.
Entonces le susurré al diablo: “La tormenta soy yo”.

 

Dejémonos de rollos y reconozcamos nuestro miedo. Y digo reconocerlo, porque está claro que lo tenemos. Solo un imbécil no lo sentiría. La mera expectativa de ser los siguientes en correr despavoridos para no morir atropellados, degollados o bajo fuego terrorista nos atenaza, y ningún eslogan de sobrecillo de azúcar —ya saben, Je suis France, No tenemos miedo y demás zarandajas tan eficaces para consolarnos como inútiles para protegernos— va a evaporar esa desazón. No me entiendan mal, cada cual que se alivie como quiera, pero el animalillo que se queda paralizado en medio de la carretera ante la presencia de un camión suele tenerlo chungo. Por otra parte, la reacción al atentado yihadista no es nueva. Amén de descolocarnos, una tragedia así activa a fanáticos que pululan por bares, redes sociales o tertulias —siempre desde la barrera, vaya— pontificando sobre sus causas y efectos, y ofreciendo al respetable dos opciones tan extremas como esquizoides: u odiar todo lo que huela a islam o abrazarlo sin contemplaciones. Y me van a disculpar, pero no voy a pisar esa trampa.

 

Mi profesión me ha permitido visitar ciertos países de mayoría musulmana, y no precisamente como turista. Así, a bote pronto, recuerdo una reunión en Bosnia con mandos de diversas policías, entre otras la serbia y la turca, y cómo durante una acalorada discusión a cuenta de nuestra ley contra la violencia y el racismo en el deporte, un mando de la policía bosnia mascullaba que su colega serbio, sentado a pocos metros de nosotros y sin quitarnos el ojo, solía acudir a partidos de fútbol vistiendo una camiseta con el rostro de un militar al que consideraba un héroe de guerra, pero que en esa misma guerra había matado a su padre. O un curso que impartí en Túnez, donde, amén de policías y militares —que, convendrán conmigo, algo saben de seguridad en cuestión de atentados yihadistas— tuve la fortuna de conocer a Nejib, un anciano profesor amante de la literatura española que me inspiró un personaje de mi novela La melodía de las balas, y a una bella e inteligente intérprete de árabe y francés, reconocida activista feminista en el país magrebí —de las que se la juegan de verdad—, que me confesó la amarga certeza de que la libertad que habían alcanzado, una vez depuesto el dictador Ben Ali tras la Primavera Árabe, estaba siendo aprovechada por los islamistas radicales para imponer su inhumana interpretación del Corán. De modo que lo de que tengo amigos musulmanes, lejos de constituir una manida justificación que aleje de mí la sospecha de la islamofobia, es una garantía de criterio a la hora de valorar una situación complicada sin que la ideología o el oportunismo pudran su imprescindible debate.

 

Por supuesto que el Islam es una religión de paz. Como todas, ya puestos. Al fin y al cabo, las religiones no son sino un neutro y respetabilísimo —se lo dice un ateo— sistema de creencias y un bagaje cultural que tiende a ensuciarse según la mugre de las manos por las que va pasando. Sin ir más lejos, nuestro actual cristianismo bucólico y comprensivo es el mismo que hace siglos convencía con la hoguera y la espada a quien osara no comulgar con él. Si damos por hecho que la Biblia ha permanecido inalterable todo ese tiempo deberemos forzosamente concluir que todo es una cuestión de interpretación. E igual que nos parecería intolerable que un cura proclamara desde el púlpito las bondades de la pederastia, y de hecho reconocemos que la Iglesia católica —ahí sí generalizamos que da gusto— tiene un problema a la hora de gestionar los casos documentados de esa barbarie, justo sería preguntarse si una religión que se dice de paz y tiene a tantos energúmenos aniquilándonos en su nombre a lo largo y ancho del planeta, o a imanes que se las ingenian para adoctrinar en el odio y la venganza a chavales que atentan contra la misma sociedad occidental que los rescata de su miseria natal, debería plantearse no ya darle una vueltecita a su mensaje, sino mostrar una mayor contundencia y rechazo contra aquellos —demasiados— que matan esgrimiéndola como coartada. Resulta curioso que en esta España nuestra, tan furibundamente laica en lo que tocante al cristianismo, se nos exija una fe ciega en la inocencia de un islam que, a la vista está, no controla a todos sus hijos como debiera.

 

El mundo cambia y siempre lo ha hecho. Constantemente. Solo que ahora nuestro teléfono móvil se encarga de mostrárnoslo en directo y en alta definición, convirtiéndonos en excepcionales testigos de todo sin ahondar en las causas de nada. Hemos llegado a creernos expertos en geopolítica, en religión o en seguridad del mismo modo que un jugador de videoconsola se considera un gran tirador. De ahí la descabellada encrucijada a la que pretenden empujarnos unos y otros: lo mismo descerebrados xenófobos que estúpidos a los que se les humedece la entrepierna cuando se trata de echarle la culpa a Occidente, en una suerte de autoflagelación que no esconde más que ignorancia y pusilánime cobardía. Así que, repito, en los límites del consuelo personal no me meto, pero tenemos —todos, se lo aseguro— un gran problema que no se arregla tuiteando gatitos, discutiendo sobre bolardos, cantando Imagine o sonriéndole a las ratas asesinas, y sí con muchas dosis de conocimiento, de responsabilidad y de reciprocidad entre creyentes y no creyentes (de esto último ya les hablaré otro día). De lo contrario, nos ocurrirá como a aquella multitud —no sé si lo leí en La Peste, de Camus, o si esa obra me sugirió la escena; disculpen el fallo de memoria— que se reunía en la iglesia para rogar a Dios que acabase con la epidemia sin reparar en que, al respirar tantas almas encerradas el mismo aire infecto, lo único que lograban era transmitirse la enfermedad unos a otros y acelerar el mortal proceso.

POR OCHENTA EUROS, PRIMO

8 junio, 2016/2 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

“En una partida de póquer, si no descubres al tonto en la primera media hora de juego,

entonces el tonto eres tú”.

(Rounders)

 

Me estoy quedando sin batería en el móvil. No paran de llegarme mensajes poniendo el grito en el cielo porque un pobre chaval granadino, dicen, va a ingresar en prisión por haber defraudado ochenta eurillos de nada, hace ya la friolera de seis años, mientras los políticos corruptos siguen disfrutando de su libertad en la calle. A duras penas logro vencer la tentación de responder que si la resolución judicial sobre ese chico, y que presumo resultó más o menos sencilla de instruir, les ha parecido lenta, no sé cómo pueden esperar celeridad en casos de corrupción mucho más complejos de investigar. Pero a lo que vamos, como no sé a qué narices se refieren me da por enchufar la televisión y ahí está el susodicho, en directo y con pinganillo, rodeado de familiares lógicamente compungidos bajo los cuales yace un titular contundente: “A prisión por ochenta euros”.

Afino el oído y confirmo la historia que rula por ahí: seis años después de cometido el delito, con una vida personal y laboral solvente, el mozo está a las puertas de ingresar en el talego. A mayor abundamiento ―hoy tengo el cuerpo jurídico—, el susodicho utilizó una tarjeta de crédito falsa a su nombre que un buen amigo le había entregado, asegurándole que podía comprarse lo que quisiera con ella y que todo era legal. La cosa es que, una vez juzgado y condenado, solicitó el indulto, el cual fue denegado por el malévolo Consejo de Ministros, y ahora le toca pagar el peaje, como a todo reo. Arden, pues, las redes, los medios y las plataformas recolectoras de firmas ante tamaña injusticia.

Aparte del hecho de que aceptar una tarjeta a tu nombre para gastar cuanto quieras ya me parece de ser memo con balcones a la Alhambra, uno, que es de natural tocahuevos, aguafiestas o cabroncete, lo que prefieran, y que si algo aprendió del oficio es que en las prisiones parece haber más inocencia que en un jardín de infancia, prefiere profundizar en el asunto para ver si en sus cortas entendederas logra atisbar qué hay detrás de este drama. De modo que me bastan un par de horas de lectura judicial para concluir que ni mucho menos al tipo lo enchironan por tan ridícula cantidad, sino, agárrense, por tenencia de tarjetas de crédito destinada al tráfico y por estafa. Otro detallito es que al presunto robagallinas ―como han pretendido presentárnoslo— lo juzgó la Audiencia Nacional (tribunal competente en delitos económicos de especial gravedad, terrorismo o crimen organizado, ahí es nada), lo que ya debería ser por sí solo motivo suficiente para que nos temblara el párpado mientras venteamos el tufo a gato encerrado.

Yo comprendo que ver la vida a golpe de titular simplifica las cosas. Mucho más que desgranar las complejidades que habitan en veintiún folios de sentencia firme más los que ocupa el recurso de casación que su abogado presentó ante el Tribunal Supremo, cuyos magistrados, por cierto, tampoco se tragaron la milonga juvenil del pardillo engañado, y acabaron confirmando que el traje a rayas de la criatura tenía las medidas correctas. Lo que me lleva a concluir que hay demasiados primos dándosela de librepensadores mientras eligen, precisamente, el camino simplón de la indignación gratuita, en esta España en la que adoramos convertir en causa humanitaria cualquier patraña que escuchamos en la corrala.

Otra cosa distinta sería debatir si es justo o no que un hombre que delinquió hace seis años y con su vida rehecha deba ingresar en la cárcel a causa de un sistema judicial lento hasta la náusea, pero de ahí a hacernos comulgar con la rueda de molino de una presunta injusticia penal va un abismo intelectual cuyo extremo lo habitan aquellos que a manipular a la opinión pública con titulares falaces para obtener una compasión facilona lo llaman justicia, y a difundir toda la información del asunto para que cada cual saque sus propias conclusiones lo llaman ensañamiento.

Brindar sobre las cicatrices (colaboración con el blog «El Calzador»).

17 febrero, 2016/0 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Un honor haber colaborado con un artículo en el interesante blog El Calzador. En este caso, dos páginas de homenaje a nuestros policías, muertos y supervivientes, en Kabul.

Pulsad en este enlace para leer el texto completo.

REFUGIADOS EN NUESTRA ALMOHADILLA

4 septiembre, 2015/0 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Imposible no llevarse la mano a la boca, horrorizados. La imagen del niño de tres años ahogado en una playa turca, con la carita sumergida y las manos vueltas hacia arriba —demasiado joven para haber aprendido a luchar contra su propia muerte— es la prueba irrefutable de que tenemos un problema. Bueno, en realidad dos. El de los habitantes de tantos países asolados por el odio, la intolerancia religiosa y la guerra, que deciden, contra la instintiva raigambre del ser humano, abandonarlos en busca de una suerte mejor, y el nuestro, como sociedad. No piensen que íbamos a escapar de nosotros mismos así como así. Porque eso es lo que nos caracteriza: nos quedamos en la boca abierta, en el ay, Dios mío, y en el tecleo apresurado de la almohadilla seguida de una etiqueta molona y rotunda que exhiba nuestra también natural tendencia a la solidaridad inútil. A partir de ahí, nuestro mayor dilema es si azúcar o sacarina.

Creo que estamos de acuerdo en que el milenario fenómeno migratorio que se recrudece cíclicamente nos afecta a todos, de forma más o menos directa. Precisamente por ser histórico, bastaría con un atento vistazo hacia atrás para darnos cuenta de que las civilizaciones que se enriquecieron por la inmigración lo hicieron gracias a dos factores: la organización de los que llegaban y la convivencia entre estos y los que ya estaban. Sin excepción. No hace falta ser historiador para comprender que las sociedades más sólidas lo han sido en base a transformaciones lentas y firmes. Jamás bajo los inconstantes latigazos de una revolución imaginaria donde todo el mundo protesta y se echa la culpa pero nadie da soluciones veraces.

¿Por qué demonios la imagen de ese pobre niño es un fracaso de Europa? ¿Por qué no lo es también del islam, de lo que representa, de lo que miserablemente tolera y silencia? ¿A qué esa manía de autoflagelarnos, como si fuéramos nosotros los que empujamos a esa gente a arrojarse al mar, como si nos llenáramos los bolsillos con las traicioneras monedas de plata obtenidas por colocarlos en chalupas casi tan frágiles como la sociedad de la que huyen? No faltarán, eso sí, las voces simplistas e intencionadamente sesgadas que comparan esta inmigración con la que los españoles nos vimos obligados a protagonizar hace varias décadas. Elementos como que el número de países de origen era sensiblemente inferior (en España, ejemplo de integración, conviven inmigrantes de más de treinta países), que el sistema de valores de Alemania y España era muy similar (añadan al dato anterior sus correspondientes hábitos, costumbres y religiones, algunas de las cuales son cualquier cosa menos tolerantes), y que, salvo por las mafias —que también las hubo—, los emigrantes españoles viajaban con papeles y un puesto de trabajo previamente asignado, son ignorados deliberadamente por esa estirpe de nuevo cuño que tanto gusta de mezclar churras con merinas al tiempo que criminaliza a su propio país mientras disimula silbando cuando de analizar por qué esa gente huye espantada se trata. No deja de resultar paradójico que todos esos que crucifican a la vieja Europa, culpándola de todos los males, aburriendo con lo de la casta y el fracaso del capitalismo, son los mismos que chillan como descosidos exigiendo que sea este mismo sistema malévolo el que acoja cuanto antes a esos miles de refugiados que, por algo será, se empeñan en venir a este maldito infierno. Tema aparte son los países árabes. Tan unidos en su religión, tan de golpes en el pecho, besos por doquier y mucha cercanía física, pero que luego no gastan ni un solo dinar en ayudar a su hermana Siria, en librarla de quienes la están carcomiendo a sangre y fuego. Porque del sutil detalle de que los refugiados componen una amalgama de suníes, chiíes y unas cuantas variantes más que se masacran en sus ciudades natales permítanme que les hable otro día. De nuevo, ¿por qué hemos de sentirnos culpables en exclusiva?

Nadie prueba lo contrario. Nadie aporta una mísera solución o, como mínimo, se presta a discutirla. Todos repiten como papagayos la misma cantinela: hay que poner fin a esto. Estoy de acuerdo, damas y caballeros. Y ahora, díganme: ¿cómo? ¿Han pensado dónde ubicar a los millones —millones, lean bien— de refugiados sirios que aguardan en Turquía, Líbano, Irak o Egipto? ¿Dónde vivirán, de qué comerán? ¿Se han tomado la molestia de averiguar de dónde saldrán las partidas presupuestarias? ¿Se quejarán luego de que los euros destinados a los refugiados saldrán inevitablemente de los recortes en otras áreas? Es entonces cuando a alguien se le ocurre la más lógica idea: solucionemos la guerra en su país de origen. Perfecto. Eso sí, sin intervenciones bélicas. Ah. Vayan y explíquenselo a los del Kalashnikov, a los que obligaron al niño sirio a subirse a la balsa, a los que arrojan homosexuales al vacío, a los que lapidan a las mujeres por parecerles provocativas o a los que pasan a cuchillo a cualquiera que les mire mal, siempre en nombre de Alá, no fuera o fuese. No ha de extrañarnos, por tanto, que cuando uno le echa un vistazo a Twitter, compruebe que el #YoSoyRefugiado coexiste con el #NoALaGuerra.

Una de las consecuencias de la lectura de este artículo es que los estólidos simplificadores resumirán que pretendo darles la espalda a esas pobres personas. Pero como no tengo tiempo para enseñar comprensión lectora, les rogaré que vuelvan a repasar estas líneas. Y si tras varias veces continúan pensando lo mismo, no pasa nada. Sigan tocando el tamtan, cacareando hashtags molones y durmiendo sobre su tranquilizadora almohadilla. Siempre será mucho más cómoda que leer verdades.

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