Entradas

ÉL NUNCA LO HARÍA, IMBÉCIL

Los que desperdician su tiempo leyéndome en Twitter habrán advertido que invariablemente comienzo mi rutina allí con el mismo saludo: café, noticias y lo que se tercie. A diferencia de otras personas a las que les cuesta horrores levantarse, el único esfuerzo que yo he de hacer cada mañana es volver a tomar contacto con lo que me rodeaba cuando cerré los ojos unas horas antes. Un poco a la manera del famoso microrrelato de Monterroso, cuando despierto, es el mundo el que sigue ahí. Por eso es un hábito necesario para reencontrarme con la realidad matutina paladear el negro líquido mientras ojeo la lista de barbaridades que los diarios han decidido destacar esa jornada.

Pero ocurre que últimamente ese café deviene cada vez más amargo. No hay día en que no me asalte un anuncio con peticiones de adopción o acogida de perros abandonados, sin distinción de razas ni tamaños. Criaturas diminutas arrojadas a una caja de cartón o abuelos de profusas canas y semblante derrotado me miran desde la pantalla con la expresión de quienes, juraría, no volverán a confiar en esta maldita especie que se llama a sí misma inteligente. Y ahí estoy yo: dando estupefactos sorbos a la taza mientras no tengo más remedio que contemplar las heridas, en el cuerpo y en la mirada, de animales en los que algún hijo de puta integral (o hija de puta, no vayan a acusarme de machista, o sea) decidió volcar su furia, su ruindad o su cobardía. Porque, no se engañen, quien es capaz de ponerle la mano encima a un ser indefenso de manera gratuita, en realidad está cometiendo lo que en el fondo desea para algún semejante y no se atreve a perpetrar porque se imagina las consecuencias. Y ahí es donde quería llegar; esa es una de las clamorosas fallas en el asunto: la vergonzosa protección que esta sociedad brinda a nuestros compañeros de vida, más allá de las penas irrisorias previstas, por supuesto, sólo para los casos más graves.

Fallamos. Fallamos como especie, como organización y como familia. Fallamos porque demasiadas personas se han quedado instaladas en la aberrante asociación entre el animal y el puto regalo de Navidad. Olvidan, claro, lo que viene a continuación: que las risas, los jadeos y los alegres retozos del cachorrito se hacen acompañar a menudo de cacas, meadas y utensilios mordidos. Que aquel gracioso perrito calcado al del anuncio de Scottex se ha transfigurado en un labrador de treinta kilos que demanda compañía a pesar de la semana romántica que tenían planeada en Formentera, que necesita un paseo aunque su dueño vuelva de fiesta cocido a las cuatro de la mañana, y que cualquier enfermedad que sufra habrá de llevarse bastantes euros de la humana cartera en veterinarios.

El siguiente capítulo ya lo conocen. Muchos, demasiados, acaban por convertirse en ese estorbo que, en su bendita ignorancia, sigue mendigando la mirada de quien decide rehuírsela. Y así es como es miles de ellos acaban en protectoras saturadas hasta lo vomitivo, encadenados sobre palés mientras conservan en sus rostros la triste y eterna duda de cuándo regresará el último ser amado que aún retienen en su memoria. Eso sin contar los que sobreviven en calles o cunetas, al albur de la lluvia, el sol abrasador o la crueldad. Luego todo depende de anuncios, de redes sociales, de la solidaridad de voluntarios o miembros de los servicios de emergencias que, excediéndose en su obligación, acaban por convertirse en ángeles guardianes. No faltan crónicas a diario sobre ello, lo que dota a la cuestión de un mayor dramatismo. Lejos de ser noticia, lo que debería ser normal es que los animales anidaran en el corazón de una sociedad que inspirara el amor y el respeto por ellos, además de una administración que facilitara (e impusiese, cuando fuera preciso) llevarlo a cabo.

Nos queda un infinito camino por recorrer. Conocerles, entenderles, interpretarles, adquirir hábitos como la esterilización, prever sanciones penales que hicieran a más de un canalla pensarse el tocarles con más fuerza que la que basta para una caricia… Preguntarse, en fin, que si para manejar un coche o manipular alimentos hace falta estudiar y examinarse de conocimientos teóricos y prácticos, cómo es posible que para cuidar de un ser que siente y sufre todavía hoy no nos exijan ni un maldito requisito.

«ESTA ES MI LUCHA, PUTA»

Lo siento, pero no tengo el día para clases particulares. Aunque daría igual: no aprendes. Pese a las detenciones, a las condenas y a la cagalera superlativa que te acomete cuando, tras los golpes en la puerta, atisbas por la mirilla a unos tipos muy serios con cara de pocas tonterías que te explican a continuación por qué la policía está considerada la profesión más solitaria del mundo:
– Por favor, acompáñenos.

Meses más tarde volveré a verte en el telediario. En esa imagen fugaz de gorrioncillo agazapado bajo la capucha, consumido tu erróneo orgullo mientras huyes de las cámaras de televisión al salir del juzgado tras conocer la sentencia. Injurias, amenazas, apología del terrorismo… Tú sabrás lo que hiciste. El rabo entre las piernas y a casa, a pensarte mejor lo que escribas la próxima vez. Detrás de un teclado todo son risas. Luego, ante el estrado, llegan las diarreas.

Por otro lado, memorables las explicaciones que das para justificarte. “No era consciente de la repercusión de mis palabras”, “No quise ofenderle en ese sentido”, o la mejor que he escuchado hasta ahora a uno de tus compañeros de andanzas: “He comprendido que hay otras formas de lucha”. Esto último lo dijo aquel que insultó a la Delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, mandándola callar y llamándola puta. Otras formas de lucha, dice el polluelo. De modo que hemos de suponer que hasta ese momento tu primo estaba convencido de que llamar puta a una mujer es una forma de lucha. Pero no os culpo, en serio. Es lo que habéis mamado desde que os pusisteis frente a un ordenador por primera vez. La extendida paja mental de que los derechos —de los deberes ni hablamos— se basan en la impunidad más absoluta. Claro que siempre os quedará la embustera rabieta, repetida hasta la saciedad, de que la justicia os persigue por tener una cuenta en Twitter. Y es que no hay nada como inventarse enemigos para sentirse un valiente luchador donde no hay más que un niñato urbanita nostálgico —nostálgico sin haber cumplido los veinte, hay que joderse— de tiempos enterrados para cualquier ciudadano con dos dedos de frente. Así que lo siento, pero no cuela. Afirmar que pueden detenerte por escribir en las redes sociales equivale a creer que a Farruquito lo mandaron al talego simplemente por tener coche.

Tu libertad de expresión termina donde empieza el derecho al honor, a la intimidad o a la propia imagen de los demás. Conceptos jurídicos protegidos por una ley que seguramente desconoces, como desconoces cualquier otra cosa que no sea la clave de tu cuenta en Twitter. Mírate, si no, cuando alguien escribe las mismas salvajadas que tú pero referidas a los de tu grupo, ideología o partido. Entonces montas en cólera, pides cárcel —así sois los antisistema, siempre acudiendo al sistema— y hasta guillotina. De modo que elige: o todos contra todos, que esto se convierta en un campo de insultos, palizas y tiros y nos vayamos al carajo, o acepta que vives en una sociedad donde puedes escribir lo que te plazca pero luego has de apechugar con lo que venga, aunque sea bajo la capucha. Esas son las reglas, figura. De todos modos, si te persigue la policía, te acusa un fiscal y te condena un juez, háztelo mirar. Puede que seas tú el que va con el paso cambiado. Aunque ya no me extraña, a estas alturas. Si a algo nos hemos acostumbrado es a los revolucionarios de pacotilla. A tipos como tú. Tan valientes con las guillotinas y tan cobardes con las consecuencias de sus propios actos.