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FRONTERAS IDÍLICAS

Manolo carraspea por enésima vez. Mal frío el que le entró anoche, durante la última guardia. Bebe a pequeños sorbos el café tibio apoyado en el alféizar de la ventana de su pequeño piso en Melilla. Está situado en la última planta y a lo lejos se divisa la frontera. Sus labios se arrugan en lo que parece una sonrisa descreída, provocada por el recuerdo que las palabras del político de turno que les visitaba le dirigió a él y al resto de su sección de la Guardia Civil hace bien poco.

– Hagan lo necesario, pero que no entren.

– Vale -se había atrevido a decir. La cara del capitán era todo un poema-. ¿Y si aun así saltan e intentan arrollarnos?

– Usted sabrá lo que hace, para eso es el profesional. Actúe en consecuencia.

En consecuencia, se repite apurando los posos amargos del vasito de cristal. Lo que, traducido, significa que allá se las compongan cuando noten la sombra del marrón encima. Que apechuguen como puedan el envite de desesperados que no conocen ni a Alá ni a su madre, que después, sin haber dado tiempo a que se caigan las costras de las heridas que suelen producirles y que no salen jamás en los medios, ya les pondrán a parir según convenga.

Claro que la inmigración es un problema, piensa. Como cualquier otra cosa sobre la que se pierde el control. Si todos partiéramos de esa premisa, otro gallo nos cantaría. Pero siempre hay gente a la que le pone apropiarse de la causa del negrito de turno cuyos problemas parecen surgir espontáneamente al llegar a tierras españolas. Que su miseria y desesperación tengan su origen en países donde la democracia es un chiste, a esos tontos del bote se la trae al pairo, principalmente porque no tienen huevos ni de chistarles. La cosa es que, una vez a las puertas de Europa, la marea de inmigrantes es moldeada según intereses electorales, subvencionados o de cualquier otra abyecta índole. Lo de intentar hacer creer a la sociedad que seguimos viviendo en un imaginario mundo franquista, con olor a naftalina y en blanco y negro ya es un añadido. Y es que hasta Manolo comprende que debe de ser difícil contener la erección o su equivalente humedad aplaudidora cuando se tiene entre manos la jugosa fabulación de que unos pobres inocentes intentaron alcanzar el Edén hasta que fueron masacrados por unos tipos de uniforme malvados y crueles. Si de fondo ya suena “Al Alba”, de Aute, el orgasmo está asegurado.

Lo llevamos en la cultura, en la sangre y hasta en las células muertas de la piel que se nos caen al paso: siempre fuimos un país de torear desde la barrera y de marcar goles apoltronados en la seguridad del sofá. Con las ideas tan claras que de 45 millones de seleccionadores nacionales de fútbol hemos pasado a una cantidad análoga de expertos en fronteras y manejo de masas descontroladas. Con dos cojones. Los mismos que hay que tener cuadrados para tratar de dar lecciones de sufrimiento humano, de olor a sangre y de la tragedia en vida a quienes llevan más de cien años perdiendo la suya en el intento de salvar las de otros.

El guardia Manolo echa un vistazo a la valla por última vez. Allí están. Venteando la tierra prometida. Organizándose para intentar otro asalto masivo, solo que esta vez son cientos, tal vez miles. Es lógico: cuanto más les atan las manos a la espalda a los beneméritos, más se frotan las suyas las mafias. Negocio seguro. Luego mira el interior del vaso vacío y tose despacio, fantaseando con la idea de que, ante el próximo intento, una sección de comisarios europeos avanzara en columna de dos, con decisión y arrojo, dispuestos a enseñar al mundo la forma correcta de proceder según unos protocolos que se niegan a legislar; cubriendo los flancos y la retaguardia pelotones de políticos españoles en la oposición -cuando gobiernan es otra cosa; siempre es otra cosa-, repeliendo la invasión con depuradas técnicas de diálogo y, en caso de no funcionar estas, de besos aplicados y palmadas en la espalda combinadas con ingeniosos comentarios sobre lo bien que se viaja a Bruselas en Business Class. Sería la leche, concluye, recibir lecciones de fútbol de auténticos expertos en tirar balones fuera.

EL PICOLETO DE NOTRE-DAME

Imaginen la situación. Había llegado tarde y faltaban pocos minutos para que cerraran la catedral de Notre-Dame. El pretendido silencio de su interior era roto por el murmullo políglota del tropel de turistas que la visitábamos cuando, de pronto, como una visión irreal y fugaz, creí distinguir una figura que me resultaba demasiado familiar, moviéndose entre las sombras para terminar desapareciendo por el pasillo que conducía a la Sacristía. Aún sin creer lo que había visto, decidí permanecer allí apostado durante unos minutos, por si acaso aquel tipo volvía a salir. Y así fue.

Cuando estuvo frente a mí lo observé con detenimiento. Era un hombre alto y delgado, con el pelo muy corto y ademanes enérgicos. Vestía el uniforme de gala de la Guardia Civil, galones de alférez, y de su pecho colgaba una insignia que le identificaba como Sacristán General. Le saludé, con mi extrañeza e incredulidad como tarjeta de presentación, a las que correspondió invitándome a pasar a la Sacristía y ofreciéndome un vino dulce alrededor del cual mantuvimos una breve pero interesante conversación. Pero la tarde ya estaba avanzada y ambos teníamos prisa, así que, al despedirnos, mi anfitrión me propuso volver al día siguiente para visitar el templo.
 
Alboreaba la mañana en París cuando volví a Notre-Dame y allí estaba él, esperándome. En un perfecto español, el hombre me iba explicando los detalles del altar donde Napoleón se autoproclamó Emperador; la restauración de la que estaba siendo objeto François, el órgano principal de la catedral, o la composición de las vidrieras que forman los conocidos rosetones multicolores. Pero fue más tarde, recorriendo los mismos aleros y tejados –vedados al resto de turistas- donde Víctor Hugo imaginó el romance entre Quasimodo y la joven gitana Esmeralda, cuando el pasado y la imaginación se aliaron y Stéphane me contó su historia.
 
Cuando era niño, sus vacaciones transcurrían en el norte de España, entre la canícula del verano y su admiración por los guardias civiles que prestaban servicio en el puesto del pequeño pueblo. Años más tarde, como un detalle o un gesto entre camaradas, esos mismos agentes le regalaron su primer uniforme, y así, cuando el que había empezado siendo vigilante de seguridad del legendario templo fue nombrado Sacristán General de Notre-Dame, se aferró a una vieja tradición francesa: la que permite a quienes desempeñan cargos relacionados con la institución religiosa vestir uniformes o condecoraciones militares, comenzando así a lucir con orgullo el benemérito atuendo.
 
Los galones de Alférez Honorario y la Cruz al Mérito de la Guardia Civil llegaron más tarde, auspiciados por los agentes que prestan servicio en la Embajada de España en el país galo, los cuales, superada la sorpresa inicial al toparse con un compañero cuando visitaban el recinto religioso, comprobaban cómo ese hombre contribuía singularmente a difundir la imagen de la Benemérita en el lugar más insospechado, con emotivos detalles como establecer en un lugar preferente un Libro de Condolencias en memoria de los dos agentes asesinados por ETA en el mallorquín puesto de Calvià.
 
Han pasado ya varios meses desde que conocí a Stéphane y en estos días, cuando la catedral de Notre-Dame inunda los medios al celebrar su 850 aniversario, le recuerdo en el lugar donde le vi por última vez, contemplando la ciudad de París. En el alero de una de las torres, tras el tabique que nos separaba de Emmanuel, la gran campana de la catedral y única que se salvó de ser fundida para fabricar cañones en 1791. Ocho siglos como muda testigo de culturas que se enriquecieron o se asesinaron, según conviniera en la época, de guerras y luchas entre hermanos, y de sistemas políticos caídos en pos de una democracia que, como todas, poco o nada tuvo que ver finalmente con aquello que habíamos imaginado. 
 
¿Qué quieren que les diga? Un tipo así representa a la Guardia Civil como nadie. Y es que tenemos suerte de contar con los de verde. Porque, aunque al que suscribe también se le agarra un gato vivo al estómago cuando divisa en lontananza la inconfundible silueta de un guardia civil de Tráfico, a la hora de la verdad también sé quiénes están dispuestos a batirse el cobre por los demás. Que por encima de la legislación vigente, de la normativa de tráfico y del honor como principal divisa, el combustible de los picoletos –y de sus correspondientes cuerpos hermanos y primos- es ese maldito veneno que les inocula la vocación de darlo todo por los demás a cambio de casi nada. Y todo a pesar de tanto gilipollas – alégrense, en eso somos potencia mundial- practicando ese deporte tan de moda que consiste en rajar, vomitando espumarajos, de cualquier cosa que huela a policía, quejándose de represión y falta de derechos mientras lo cuentan en Twitter, en Facebook o en su blog personal. Los mismos a los que, cuando en sus casas los informativos abren con el crimen o la catástrofe de turno, les da un calambre de tanto apretar el culo y bajar la mirada, bien refugiaditos en su escaño o en su sofá de skay, respirando aliviados porque serán esos mismos “represores” los que estarán sobre el terreno jugándose el paño –y en ocasiones la vida-, y no ellos. Los mismos –advierto que lo que sigue no es mío, pero no he encontrado mejores palabras para expresarlo-, que no terminan de enterarse de que los guardias civiles vinieron a este mundo con la sagrada misión de salvarles el culo, pero no a besárselo.