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Anatomía de una novela: Un atentado.

 

25 de mayo de 2015. Sede de la Guardia Nacional de Aouina, en Túnez. Sobre el escenario y de uniforme impartía una clase a mandos policiales del país cuando, de pronto, un enjambre de murmullos sobrevoló la sala. Los oficiales tunecinos habían dejado de prestarme atención: ahora consultaban sus teléfonos móviles y cuchicheaban. Miré desconcertado hacia al fondo de la sala, a la cabina donde los intérpretes traducían mi español al árabe. En ese momento lo hacía Mona, una de las mujeres con más clase, elegancia y estilo físico e intelectual que he conocido jamás. A su lado, Nejib, un profesor universitario retirado y bonachón, de tez morena y espeso bigote blanco, me indicó por señas que me colocara el auricular de traducción simultánea.

—Están hablando de un atentado.

Su voz calmada me había llegado con exquisita profesionalidad telefónica. Sin embargo, a través del cristal de la cabina vislumbré su rostro turbado. Nos encontrábamos en una instalación policial y buena parte de la oficialidad estaba reunida allí.

—¿Dónde? —pregunté.

—En la base de Bouchoucha.

No quedaba lejos ese recinto militar que, además, distaba unos doscientos de metros del tristemente célebre Museo del Bardo, donde un par de meses antes un comando yihadista había asesinado a veinte turistas. Entonces no podíamos saberlo, pero poco después, en junio de ese mismo año, se produciría otro atentado islamista en la playa de Susa. Los nervios estaban a flor de piel.

Volvamos tres semanas atrás en el tiempo. Yo estaba en el vestíbulo de un hotel de Barcelona. A punto de regresar a casa, tras un servicio con mi unidad, ultimaba los preparativos para la presentación en Valencia de mi primera novela, Hadas con tacones afilados. Todo estaba previsto: las invitaciones, el lugar, el periodista Manuel Marlasca como maestro de ceremonia y la fecha, a finales de mayo.

Encuadernada una novela, la historia que cuenta queda atrapada entre sus cubiertas y solo se libera en la mente de cada lector, que la hace suya de un modo particularísimo. Entretanto, el escritor ya la ha olvidado porque arde en deseos de comenzar la siguiente. Sobre esa siguiente llevaba meses tomando notas en el cuaderno inspirado en Leonardo Da Vinci, y algo tenía muy claro: esta vez no sería una novela policial. Y no por falta de ganas (ni, lógicamente, de ideas) sino porque quería evitar acomodarme. Debía ser algo distinto. Tan distinto como que su protagonista sería justo lo contrario a un policía: un asesino.

Me llamo Jon Cortázar, y en esta vida solo hay dos cosas que se me dan bien. Una es tocar el piano. La otra, matar. Puede que acaben de deducir en qué orden lógico debí de aprenderlas, pero déjenme decirles algo: se equivocan.

Así empieza a contar su vida el protagonista de mi segunda novela, un exmiembro de ETA, y al mismo tiempo consumado pianista de jazz, que, enviado como experto en armas y explosivos a Venezuela para colaborar en el adiestramiento de las FARC, sufre un grave incidente que está a punto de costarle la vida. Tras conocer allí la corrupción militar y policial y el sórdido mundo de los niños sicarios, regresa a Euskadi, donde le espera la hostilidad de una ETA inmersa en su decisión de entregar las armas y que lo considera un traidor.

Para sobrevivir, Jon se reinventa como sicario y viaja a Valencia para ejecutar al objetivo que le ha encargado un misterioso cliente. Como tapadera, durante su estancia en la ciudad toca el piano en un club de jazz con cuyo dueño mantiene una turbia relación. Pero el trabajo se torcerá de un modo que Jon jamás habría imaginado, y con la única compañía de una enigmática joven informática a la que no puede contarle la verdad, tratará de huir de un siniestro inspector de policía y de los fantasmas de un pasado que van a poner en juego no solo su libertad, sino también su propia vida.

Esas eran las líneas básicas de La melodía de las balas. Escenas, vidas, acciones y personajes flotaban en mi cerebro. Pero lo hacían como satélites inconexos. Sin una idea, sin algo sólido que los uniera.  Sin un pegamento. En fin —me acomodé en el sillón del vestíbulo del hotel—, daba igual. Tiempo tendría de pensarlo. En ese momento sonó el teléfono. Al otro lado escuché la voz de un amigo y compañero:

—Hemos pensado en ti para que impartas un curso a mandos policiales.

—Ah, muy bien. ¿Y dónde es?

—En Túnez. Por cierto, tienes que prepararlo rápido. Será en la segunda quincena de mayo.

Guardé silencio unos segundos. Los imprescindibles para que el desbarate de planes encajara en mi cronograma mental. La presentación tendría que esperar.

Regresemos al auditorio de la Guardia Nacional de Aouina. Tras unos convulsos minutos llegó la explicación al atentado: un militar con problemas mentales había arrebatado su arma a otro soldado y asesinado a siete personas durante el izado de bandera en el recinto castrense, antes de ser abatido por sus propios compañeros. La situación estaba controlada, los mandos policiales permanecieron en la sala y pude terminar mi clase sin más incidentes.

Al terminar, mientras los oficiales salían del recinto, todavía pegados a sus teléfonos móviles para interesarse por las últimas noticias, Nejib y yo coincidimos bajo el fresco soportal del auditorio mientras nos protegíamos del calor del mediodía. No solo su aspecto era bonachón, también su carácter. Tras un breve intercambio de palabras, hizo gala de la sempiterna cortesía árabe y se ofreció a llevarme en su coche al hotel.

En ese breve trayecto me narró parte de su historia, trazos de una vida que cautivó mi interés: licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, en Túnez era un famoso hispanista que había realizado la primera traducción al árabe de La familia de Pascual Duarte, mascarón de proa literario de Camilo José Cela. Nejib tenía una vida tras de sí que, convenientemente deformada y agregándole una buena dosis de imaginación, merecía ser contada.

Cuando me despedí de él y me giré para entrar en el hotel, el cristal de la puerta automática me devolvió mi propia sonrisa. Acababa de encontrar el pegamento para mi novela.

GATITOS Y BOLARDOS

El diablo me susurró: “No sobrevivirás a la tormenta”.
Entonces le susurré al diablo: “La tormenta soy yo”.

 

Dejémonos de rollos y reconozcamos nuestro miedo. Y digo reconocerlo, porque está claro que lo tenemos. Solo un imbécil no lo sentiría. La mera expectativa de ser los siguientes en correr despavoridos para no morir atropellados, degollados o bajo fuego terrorista nos atenaza, y ningún eslogan de sobrecillo de azúcar —ya saben, Je suis France, No tenemos miedo y demás zarandajas tan eficaces para consolarnos como inútiles para protegernos— va a evaporar esa desazón. No me entiendan mal, cada cual que se alivie como quiera, pero el animalillo que se queda paralizado en medio de la carretera ante la presencia de un camión suele tenerlo chungo. Por otra parte, la reacción al atentado yihadista no es nueva. Amén de descolocarnos, una tragedia así activa a fanáticos que pululan por bares, redes sociales o tertulias —siempre desde la barrera, vaya— pontificando sobre sus causas y efectos, y ofreciendo al respetable dos opciones tan extremas como esquizoides: u odiar todo lo que huela a islam o abrazarlo sin contemplaciones. Y me van a disculpar, pero no voy a pisar esa trampa.

 

Mi profesión me ha permitido visitar ciertos países de mayoría musulmana, y no precisamente como turista. Así, a bote pronto, recuerdo una reunión en Bosnia con mandos de diversas policías, entre otras la serbia y la turca, y cómo durante una acalorada discusión a cuenta de nuestra ley contra la violencia y el racismo en el deporte, un mando de la policía bosnia mascullaba que su colega serbio, sentado a pocos metros de nosotros y sin quitarnos el ojo, solía acudir a partidos de fútbol vistiendo una camiseta con el rostro de un militar al que consideraba un héroe de guerra, pero que en esa misma guerra había matado a su padre. O un curso que impartí en Túnez, donde, amén de policías y militares —que, convendrán conmigo, algo saben de seguridad en cuestión de atentados yihadistas— tuve la fortuna de conocer a Nejib, un anciano profesor amante de la literatura española que me inspiró un personaje de mi novela La melodía de las balas, y a una bella e inteligente intérprete de árabe y francés, reconocida activista feminista en el país magrebí —de las que se la juegan de verdad—, que me confesó la amarga certeza de que la libertad que habían alcanzado, una vez depuesto el dictador Ben Ali tras la Primavera Árabe, estaba siendo aprovechada por los islamistas radicales para imponer su inhumana interpretación del Corán. De modo que lo de que tengo amigos musulmanes, lejos de constituir una manida justificación que aleje de mí la sospecha de la islamofobia, es una garantía de criterio a la hora de valorar una situación complicada sin que la ideología o el oportunismo pudran su imprescindible debate.

 

Por supuesto que el Islam es una religión de paz. Como todas, ya puestos. Al fin y al cabo, las religiones no son sino un neutro y respetabilísimo —se lo dice un ateo— sistema de creencias y un bagaje cultural que tiende a ensuciarse según la mugre de las manos por las que va pasando. Sin ir más lejos, nuestro actual cristianismo bucólico y comprensivo es el mismo que hace siglos convencía con la hoguera y la espada a quien osara no comulgar con él. Si damos por hecho que la Biblia ha permanecido inalterable todo ese tiempo deberemos forzosamente concluir que todo es una cuestión de interpretación. E igual que nos parecería intolerable que un cura proclamara desde el púlpito las bondades de la pederastia, y de hecho reconocemos que la Iglesia católica —ahí sí generalizamos que da gusto— tiene un problema a la hora de gestionar los casos documentados de esa barbarie, justo sería preguntarse si una religión que se dice de paz y tiene a tantos energúmenos aniquilándonos en su nombre a lo largo y ancho del planeta, o a imanes que se las ingenian para adoctrinar en el odio y la venganza a chavales que atentan contra la misma sociedad occidental que los rescata de su miseria natal, debería plantearse no ya darle una vueltecita a su mensaje, sino mostrar una mayor contundencia y rechazo contra aquellos —demasiados— que matan esgrimiéndola como coartada. Resulta curioso que en esta España nuestra, tan furibundamente laica en lo que tocante al cristianismo, se nos exija una fe ciega en la inocencia de un islam que, a la vista está, no controla a todos sus hijos como debiera.

 

El mundo cambia y siempre lo ha hecho. Constantemente. Solo que ahora nuestro teléfono móvil se encarga de mostrárnoslo en directo y en alta definición, convirtiéndonos en excepcionales testigos de todo sin ahondar en las causas de nada. Hemos llegado a creernos expertos en geopolítica, en religión o en seguridad del mismo modo que un jugador de videoconsola se considera un gran tirador. De ahí la descabellada encrucijada a la que pretenden empujarnos unos y otros: lo mismo descerebrados xenófobos que estúpidos a los que se les humedece la entrepierna cuando se trata de echarle la culpa a Occidente, en una suerte de autoflagelación que no esconde más que ignorancia y pusilánime cobardía. Así que, repito, en los límites del consuelo personal no me meto, pero tenemos —todos, se lo aseguro— un gran problema que no se arregla tuiteando gatitos, discutiendo sobre bolardos, cantando Imagine o sonriéndole a las ratas asesinas, y sí con muchas dosis de conocimiento, de responsabilidad y de reciprocidad entre creyentes y no creyentes (de esto último ya les hablaré otro día). De lo contrario, nos ocurrirá como a aquella multitud —no sé si lo leí en La Peste, de Camus, o si esa obra me sugirió la escena; disculpen el fallo de memoria— que se reunía en la iglesia para rogar a Dios que acabase con la epidemia sin reparar en que, al respirar tantas almas encerradas el mismo aire infecto, lo único que lograban era transmitirse la enfermedad unos a otros y acelerar el mortal proceso.