Listado mensual: enero, 2013

VENCER SIN CONVENCER

El viejo se mesa la barba, revolviéndose incómodo en su asiento. Ya pasa de los setenta años y se siente cansado de cuerpo y espíritu. Pero no es eso lo que en realidad le perturba. Es su conciencia, falta de reflejos, la que le está consumiendo. Puede que haya servido de algo ante los demás, pero desde luego no para él, el arrepentimiento público que expresó hace pocos días por haber apoyado la sublevación de los fascistas contra la II República. Esos hombres enérgicos, tal vez algo autoritarios, en los que él creía haber visto a los regeneradores que encauzarían la terrible deriva que había tomado el país, se han revelado como salvajes ególatras cuya única intención parece la de querer aniquilar a todo el que no piense como ellos. Y, como siempre ocurre en estos casos, sus contrarios, fieles reflejos de su odio devorador, han comenzado a emplear los mismos métodos criminales y homicidas para defender el bando de su ideología republicana. Un recuerdo amargo aldabea de pronto la puerta de su memoria: hace días que no sabe nada de su buen amigo, el pastor anglicano Atilino Coco, condenado a morir fusilado por sus creencias religiosas. Agita la cabeza intentando alejar ese pensamiento, pero la realidad a la que regresa no resulta mucho más amable.

Un par de sillas más allá, sentado en el mismo estrado que él preside con ocasión del acto de apertura del curso académico, y que coincide con el Día de la Raza, el profesor don Francisco Maldonado está terminando su discurso. Sus palabras cargadas de veneno resuenan todavía entre el público del Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Cataluña y País Vasco, ha dicho, son cánceres de la nación que el fascismo, cirujano sanador de España, libre de falsos sentimentalismos, sabrá cómo exterminar, cortando en la carne viva.

No hables, Miguel, que nos conocemos, se repite a sí mismo mientras disimula su contrariedad haciendo como que toma notas en un cuaderno. Pero apenas ha terminado el profesor Maldonado su perorata cuando alguien grita, desde el fondo de la sala, “¡Viva la muerte!”. En un rincón del estrado, junto a las cortinas de terciopelo rojo, un soldado dormita, ajeno a todo aquello, con un fusil en su regazo. Está allí para acompañar y proteger al hombre tuerto, manco y con el rostro amargado que acaba de ponerse en pie.

–          ¡España! –grita, exaltado, el general Millán-Astray.

–          ¡Una! –responde al unísono el auditorio.

–          ¡España!

–          ¡Grande!

–          ¡España!

–          ¡Libre!

La madera del Paraninfo retumba bajo el tronar de los vítores y aplausos del público. El anciano profesor continúa garabateando el cuaderno. Se quita las gafitas redondas y con dos dedos aprieta la piel de su ceño, marcada por el fino metal de la montura. Por fin ha llegado el silencio, pero no dura demasiado. El ruido de la pluma del viejo cayendo pesadamente sobre las hojas lo quebranta.

–         Estáis esperando mis palabras –dice, levantándose lentamente-. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso (por llamarlo de algún modo) del profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes llamándolos anti-España; pues bien, con la misma razón pueden ellos decir lo mismo. El señor obispo –señala al tembloroso prelado de Salamanca, que aguarda en su asiento-, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, y aquí está para enseñar la doctrina cristiana que no queréis conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao y llevo toda mi vida enseñando la lengua española, que no sabéis…

La tensión es insostenible. Millán-Astray golpea repetidas veces con fuerza el estrado mientras pregunta en voz alta: “¡¿Puedo hablar?! ¡¿Puedo hablar?!”, hasta que, fuera de sí, se levanta y exclama:

–         ¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí!

Más gritos y vivas a España arropan al general que acaba de cuadrarse, incapaz de seguir hablando debido a la excitación, al tiempo que su escolta presenta armas. Al poco vuelve el mortal silencio. El anciano sigue en pie, imperturbable.

–        Acabo de oír el necrófilo e insensato grito «¡Viva la muerte!». Esto me suena lo mismo que «¡Muera la vida!». Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Como ha sido proclamada en homenaje al último orador, entiendo que va dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de las masas. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como he dicho, que no tenga esta superioridad de espíritu es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor. El general Millán Astray desea crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por eso quisiera una España mutilada…

Millán-Astray no puede más, y ya fuera de sí grita:

–        ¡Viva la muerte! ¡Muera la intelectualidad traidora!

Pero el viejo Rector de la universidad aparenta no haber escuchado esas últimas palabras. Tan sólo le dirige una fugaz ojeada antes de continuar.

–    Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.

El Paraninfo se viene abajo. Los congregados insultan a un anciano Miguel de Unamuno, e incluso algunos de los presentes empuñan sus armas dispuestos a terminar con la vida de aquel vasco de izquierdas que creían hasta hace unos minutos un aliado del alzamiento nacional. Pero de pronto siente su brazo sujeto por una mano tan frágil como decidida. Se trata de Carmen Polo, mujer de Francisco Franco, en cuya representación ha acudido al acto. Junto al Obispo de Salamanca, ambos escoltan al viejo Rector hasta el coche para sacarlo de allí mientras son rodeados por una multitud que alza la mano derecha y entona consignas fascistas.

El 12 de octubre de 1936, la intransigencia y la muerte se dieron la mano disfrazadas de una ideología de derechas. Hoy, se siguen cancelando actos en universidades y fundaciones a causa de la coactiva y mutilada democracia de un fanatismo intolerante que ahora viste ropajes teñidos de una presunta izquierda y emplea argumentos basados en guillotinas o en incendiar las Cortes Generales, todo ello en medio del cómplice silencio de muchos agentes sociales. Vencer mucho y convencer poco, tan poco como lo que hemos aprendido en estos setenta y seis años.

(El discurso pronunciado por Miguel de Unamuno está basado en la versión narrada por el historiador Hugh Thomas en su libro «La Guerra Civil Española» (1978) Ed. Grijalbo).

FRONTERAS CANIS

No sé cuántas fronteras conocen, pero yo algunas. Y qué quieren que les diga, nada es comparable con nuestro producto nacional. Spain is different, y todo eso. Desconozco si han visitado alguna vez –por poner sólo un ejemplo- el paso fronterizo de Beni Enzar, en Melilla. Resulta difícil creer que unos pocos metros de tierra puedan separar de tal modo no ya diferentes culturas, sino universos tan radicalmente opuestos. Mundos en los que a un lado de la valla –les reto a adivinar cuál- todo son garantías, agarres de salva sea la parte con papel de fumar y oenegés babeando a la espera de la foto sensacionalista del guardia echando la bronca al pobre Mohammed, mientras que al otro, los atropellos a los derechos humanos, las amenazas y las coacciones y algunos delitos de lesa humanidad están a la orden del día. Y todo con la deliberada ignorancia de las mencionadas organizaciones teóricamente no gubernamentales. Por algún extraño motivo, no interesa ni vende girar la cámara de vez en cuando ciento ochenta graditos, grado más, grado menos, para dejar constancia de lo que sucede en ese polvoriento pedazo de tierra. Pero de este tema ya charlaré otro día, con más tiempo y más ganas. Las fronteras a las que hoy vengo a referirme no son las físicas, sino las que dividen a una sociedad.

 
Sin abandonar la urbe melillense, es un viernes cualquiera, alrededor de las nueve de la noche. Atravieso la Plaza de España de camino a un restaurante cuando recuerdo que voy justo de dinero. La ciudad no es muy grande, así que no he recorrido ni dos manzanas cuando me doy de bruces con un cajero automático. Sorteo unos andamios colocados estratégicamente en la fachada del edificio que se alza sobre la entidad bancaria y, una vez frente a la maquinita, me dispongo a sacar la cartera de mi bolsillo cuando de pronto noto la acera temblar bajo mis pies. Desconcertado, giro mi cabeza hacia todos lados y hallo la respuesta en el coche que acaba de aparcar a mi espalda. No reconozco la marca, sólo el color naranja chillón de la carrocería y una especie de aleta que recorre casi todo el techo. De su interior emana un humillo con olor a jardín fresco, y cuyas volutas ascienden sacudidas por la música atronadora que sus altavoces escupen. No estoy muy al día, pero es algún tipo de flamenqui-pop-rock-fusión-reggaeton, con una melodía y composición cuidadas hasta el detalle. Entre los cañonazos sonoros de graves y agudos me parece escuchar cómo un tipo con la voz arrastrada menciona algo acerca de azotar lentamente a su perra hasta el amanecer contra una pared, o algo así.
 
Del interior del vehículo salen dos chicas y un chico, que sin apagar el motor ni la música se sientan sobre el capó. Portan dos vasos de plástico, de esos de a litro, y aunque les juro que mi capacidad literaria se queda corta para describir sus atuendos, no quiero que digan que no lo intenté. Allá voy. Ellas, cintufalda de ancho imposible, top negro escotado sujeto con corchetes, botas de pluma y chaleco de flecos color rosa fucsia, una, y verde pistacho, la otra. La cresta oxigenada del chico, los pantalones de pitillo negros y el plumas tipo edredón de un blanco inmaculado, completan la nueva colección otoño-invierno del catálogo de los perfectos canis. El chico mete la mano por la ventanilla y baja el volumen de la música. Sus dedos amarillentos por el tabaco están saturados de anillos de oro comprados al peso con las figuras más variopintas. Mis tímpanos agradecen el regalo en forma de silencio, pero cuando el sonido de su conversación llega a mis oídos empiezo a desear que vuelvan a subir el volumen. Hasta arriba, a ser posible.
Alcanzo a escuchar que el chico se llama “el Isra” y la tipa que tiene abrazada y a la que taladra a intervalos regulares con la lengua hasta la garganta responde por “la Vane”. De la tercera, la que sostiene los cubalitros, no he escuchado su nombre, pero tiene toda la pinta de llamarse Jenny. La conversación gira en torno a la situación laboral de los tres perlas, y está salpicada de pitis, saeh qué te quieoh disí, a la niniah no le vasila nadie y un sonoro “poh me comeh la pepitilla” que, tras un buen trago al cubalitro, la tal Vane suelta, acompañado de una carcajada que deja ver el piercing de su lengua configurando un perfecto tres en raya con los otros dos que rematan sus labios. El Isra afirma convencido que estudiar le raya, que pasa de buscar curro y que todo le suda la hortaliza brasicácea (no todo iba a ponérselo fácil: cúrrenselo un poco y esto último búsquenlo ustedes).
 
Terminado el alto en su camino, el trío resplandor regresa al coche. Al agacharse para entrar, la cintufalda de Jenny resbala hasta límites inconfesables y un “XuLah PoR SueRTe, VaSiLoNaH Ta La MueRTe” me saluda desde el tatuaje de su rabadilla. La música vuelve a sonar a toda pastilla y vuelvo a reconocer sin dudas al tipo de la voz arrastrada, que ya va por darle lo suyo a la misma perra y de paso a su prima, pero esta vez de manera sabrosona y sin anestesia. No acabo de entenderlo muy bien, la verdad. Se alejan por fin, dejándome sólo allí, indefenso ante mi conclusión de que tal vez no toda la sociedad, pero sí una parte significativa de ella, hace ya mucho tiempo que se fue al carajo. Y es que siempre existieron listos y tontos, currantes y vagos, pero nunca hubo tanto refuerzo, tanto aplauso enfervorecido ni tanto reírle la gracia a aquellos que no sólo se revuelcan en su propia ignorancia, sino que además alardean de ello, convencidos –y ahí está lo grave, que el tiempo les da la razón- de que tarde o temprano el Estado, el político de turno o las oenegés de cualquier pelaje se partirán la cara por ellos para evitarles el justo acto de tener que afrontar las consecuencias de sus deliberadas carencias, no ya en historia o en matemáticas, sino en valores o esfuerzo. Allí estarán los pobrecitos, con sus manos extendidas para recibir clemencia, comprensión y de paso subvenciones pagadas ya saben con qué, mientras que a esa mayoría de jóvenes estudiosos y formados, lejos de premiarles por su sacrificio y los años empleados, se les castiga con un pasaje sólo de ida a otros países donde al menos se les garantiza un puesto de trabajo, a cambio, como no, de exigirles en todos los aspectos. Justo lo contrario que en nuestra “VaSiLoNaH SpAnYa”.
 
Hay culpas de sobra para repartir. Desde nuestros legítimos representantes –algunos carentes de cualquier formación que no sea la de arrimarse al sillón de cuero-, pasando por ciertos medios de comunicación –no hace falta mencionar a qué programas culturales está abonado medio país-, y terminando por unos educadores que hace tiempo arrojaron lejos la toalla aunque sólo fuera para que los energúmenos y complacientes papaítos de las criaturas no les agredieran con ella. Pero el resultado será el mismo: un país en el que los preparados se marchan y los incultos y apesebrados se quedan para formar parte de todos los estamentos sociales, donde la cultura, el diálogo y el respeto a otras opiniones que es lo que debe configurar una democracia se sustituyen por la remuneración fácil, la satisfacción por la propia incultura y la intransigente violencia como modo de obtener aquello que se desea. Hay otras fronteras aparte de las que separan países: también las que dividen, injustamente, una sociedad.
 
En fin, ya se han marchado y el silencio ha vuelto a la esquina donde aún me encuentro, y aunque en mis oídos todavía rechina esa pseudo-jerga en la que se comunicaban los chavales, al introducir la tarjeta por la ranura me consuelo pensando que al menos siempre nos quedará ese lenguaje formal y educado que se gastan las entidades bancarias, aunque sólo sea para clavárnosla por la espalda y sin previo aviso. En ello me estoy deleitando cuando, una vez dentro la tarjeta, en la pantalla del cajero automático me da la bienvenida un actualizado, enrollado y corporativo: “OLA K ASE”.