• 0Carrito de Compra
Rudosafer
  • Inicio
  • Obras
    • La melodía de las balas
    • Hadas con tacones afilados
  • El autor
  • Blog Meros Indicios
  • Noticias
  • Contacto
  • Menú Menú
  • Twitter
  • Facebook
  • Instagram
  • Telegram

Listado de la etiqueta: literatura

Entradas

ANATOMÍA DE UNA NOVELA: EL ESBOZO

28 marzo, 2013/2 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Las yemas de mis dedos, manchadas de tinta negra, bruñen la punta de la pluma por última vez. El esbozo de mi novela está casi listo y no conviene que un borrón a destiempo lo eche a perder. Pero ahí está: un joven policía obligado a resolver dos gravísimas situaciones sobrevenidas, una de las cuales pone en juego la vida de cuantos le rodean; la otra, a contrarreloj, destinada a terminar con la suya propia. Son un total de veinte folios y la idea me parece redonda, pulida. Impecable. La raíz de la cual brotará en forma de cientos de páginas la historia que bulle en mi cabeza.

Cuando empezó a escribir “La familia de Pascual Duarte”, Camilo José Cela pergeñó un guión que contenía aspectos básicos de la trama pero, según sus propias palabras, antes de terminar el primer capítulo el personaje ya se le había ido por otro lado y él tuvo que limitarse a seguirle. Aunque existen pocas reglas fijas en el mundo de la literatura, comparto la opinión del Premio Nobel gallego de que, cuando una idea está bien planteada y posee suficiente fuerza, la técnica empleada en su escritura termina por confundirse con la propia novela. Sin embargo, para llegar a ese nivel de excelencia, antes hay que haber pensado, escrito, corregido y replanteado el esbozo tantas veces como resulte necesario.

Resulta obvio que cada escritor es no ya un mundo, sino un completo universo. Hay quien prefiere dejarlo todo a la inspiración como suma expresión de la libertad creativa, lo cual resulta más que respetable. Yo mismo mantuve esa creencia durante años, pero con el tiempo me di cuenta de que esa presunta metodología sólo había sido otro error que añadir a mi mochila vital. Actualmente estoy convencido de que una preparación meticulosa, cuidando hasta el mínimo detalle, aumenta exponencialmente las posibilidades de que un proyecto goce de una más que aceptable calidad, lo cual dista mucho de garantizar el éxito.

Al igual que un arquitecto depende de sus planos o un marino jamás prescindiría de sus cartas de navegación, el esbozo constituye el guión estructural de una novela. Al principio sólo es un sencillo argumento. Una idea más o menos intensa que ocupa apenas unas líneas, pero que condensa la fuerza de la historia que queremos contar. Luego, esa idea ha de ser reescrita una y otra vez, añadiendo personajes, eliminando otros, tejiendo entre ellos nuevas subtramas, sentimientos, percepciones y eventualidades. Muchas de las grandes novelas de la literatura universal –que no siempre coincidieron con los criterios editoriales de la época-, comenzaron siendo una idea que no por intensa o interesante dejaba de ser excesivamente simple. A partir de ahí, sus autores rediseñaron tantas veces como estimaron necesario el esbozo, entreteniéndose durante semanas o meses en detalles tediosos pero fundamentales para que todas las piezas encajaran, y que terminaron formando esa historia que aún hoy nos mantiene con los ojos pegados a sus páginas hasta muy avanzada la madrugada.

Y hablando de nuestro presente, en lo que a mí respecta, tras nueve tentativas, por fin he terminado el esbozo definitivo. Para secar la tinta, soplo sobre la hoja de papel y la alejo, contemplándola satisfecho, con una media sonrisa que sabe como un trago de vino fresco tras haber recorrido un largo desierto de incertidumbre. Es entonces, al inclinar el folio, cuando una furtiva gota negra resbala, dibujando azarosamente una curva que se me antoja la forma bellísima de un cuerpo de mujer. Sí, eso es. ¿Por qué no añadir un personaje femenino que aporte a un tiempo tormento y serenidad a la historia del inspector Silvio Tanco?

Iba a continuar escribiendo este artículo pero, si me disculpan, he de afrontar la décima y definitiva versión del esbozo de mi novela.

ANATOMÍA DE UNA NOVELA: ANOTACIONES

10 marzo, 2013/4 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Como todo idealista inmaduro, cuando comencé a escribir creía firmemente en la inspiración. Cualquier aficionado a cultivar una disciplina artística en su versión creativa ha sentido alguna vez el destello de ese pensamiento fortuito que se le antoja pulcro y rotundo, la semilla que más tarde habrá de germinar y alcanzar la forma de la idea perfecta. Pero eso, sencillamente, no basta.

La inspiración siempre es inoportuna. Una mirada fugaz en la calle, la conjunción de un olor con la melodía del hilo musical de la consulta médica o, simplemente, recuperar un presunto recuerdo, me obligan a menudo a buscar con desesperación cualquier soporte donde anotarlos para evitar que desaparezcan. Al principio sólo confiaba en mi memoria, pero los años me demostraron que es insuficiente, y que me resulta mucho más provechoso unirla a mi imaginación para que jueguen a deformarse mutuamente y así dotar de vida a lo que escribo. De este modo, quien visite mi despacho puede encontrar anotaciones en cualquier lugar imaginable. Sobrecillos de azúcar, resguardos de la compra, o pedazos de papel arrancados con la saña furibunda del escritor que teme ser despojado repentinamente por el olvido de la idea soñada. Muchas de esas líneas con cuerpo de tinta y grafía confusa no las he utilizado jamás, e incluso algunas de ellas, al ser consultadas de nuevo transcurridos más de quince años se me antojan absurdas e inconexas con nada de lo que haya escrito o desee escribir en la actualidad, lo que me lleva a concluir que la literatura, como las relaciones humanas, también tiene sus etapas, su momento, pasados los cuales nuestras percepciones dejan de tener sentido para ceder el paso a otras más coherentes con nuestros anhelos.
 
Uno de mis felices descubrimientos en el ámbito de la escritura han sido los cuadernos. Normalmente utilizo dos. El primero de ellos es de la marca Moleskine: pequeño, con las tapas de color negro y las hojas rayadas con una línea. Debido a su diseño extremadamente sencillo, está curtido en soportar los diferentes climas y ajetreos de los interminables viajes a los que mi trabajo me obliga. En él hago anotaciones sobre la novela que estoy escribiendo. Detalles, conjeturas, pequeños esbozos que son tachados, corregidos y ampliados una y otra vez, van devorando una a una sus diminutas páginas. El otro es un Paperblanks, con un diseño –como caracteriza a esta marca- mucho más cuidado. De tapa dura, inspirada en la encuadernación original de un libro de poesía británica, me acompaña prácticamente siempre, y en él voy depositando cuestiones más generales. Frases célebres e interesantes, párrafos de novelas que llamaron mi atención, ideas para alguna novela o simplemente técnicas literarias. Una particular mezcolanza que me depara muy buenos ratos de lectura o consulta. A modo de anécdota, es el cuaderno en el que anoté la cita de Santa Teresa de Jesús que me regaló Manolo, el camarero apasionado de la literatura que trabajaba en el buque que cubría el trayecto de Valencia a Palma de Mallorca y que inspiró mi artículo El camarero del Fortuny.
 
En fin, la literatura también tiene su punto de fetichismo, y a mí me resulta realmente grato conciliar ese deber que todo escritor asume de luchar contra el olvido y la desidia con el placer de sentir mi pluma serpenteando entre las hojas de unos cuadernos que espero poder releer pasados los años con la fruición que la distancia y la perspectiva de toda una vida se dignen a concederme.

ESA PEQUEÑA CORSARIA

17 febrero, 2013/6 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Existen hábitos que me resulta imprescindible retomar de vez en cuando. Usanzas que, no por entrenadas a diario, me hacen olvidar a otras idénticas que disparan mis alarmas cuando compruebo que empiezan a alejarse demasiado. Y una de ellas es observar.

Me hallo sumergido en pleno proceso de escritura de una novela, lo que conlleva desarrollar hasta extremos insospechados el instinto de observación. Como todo instinto, el acto de observar se vuelve involuntario, sustraído completamente a la intención o consciencia del observador. Desde el primer párpado que se despega por las mañanas hasta el último y cansado suspiro que se exhala al anochecer, la única labor relevante que tengo delante de mí es acechar con ojos escrutadores el mundo que me rodea. Rincones, sonidos, miradas, visajes,…, cualquier cosa, por rutinaria que sea, es susceptible de pasar a engrosar el imaginario andamiaje que va configurándose en mi cerebro y que terminará por volcarse –debidamente corregido y, en numerosas ocasiones, mutilado- en forma de tinta y palabras sobre las hojas de papel impresas.

Así pues, en esta etapa de mi vida, observar se ha convertido en una tarea tan imprescindible como obligatoria. Una suerte de rutina sin la cual me hallaría desposeído del más elemental de los recursos que son necesarios para construir una historia. El problema resulta cuando observar por obligación empieza a sustituir al hacerlo por mero placer, y eso es algo a lo que en modo alguno estoy dispuesto a renunciar. Lo que me sucedió hace unos días es una buena prueba de ello.

No había terminado de abandonar la fría seguridad de mi portal cuando, al poner un pie sobre la acera, una criatura de unos nueve años impactó contra mis piernas. Iba corriendo, así que supongo que ambos debimos dar gracias al grueso abrigo que me protegía del frío invernal por amortiguar el golpe. Cuando me recompuse miré al chaval, cuyas gafitas redondas de pasta naranja habían quedado descolocadas de extraña manera sobre su carita enrojecida. Entonces me di cuenta de que no era un niño, sino una niña. Me había despistado el pañuelo de colorines que cubría su cabecita calva, la cual había levantado para mirarme con la incertidumbre de quien no sabe si a continuación vendrá una sonrisa de disculpa o la tormenta en forma de bronca monumental. Pero a pesar de su juventud, en su infantil rostro me pareció detectar algún que otro kilómetro recorrido, lo que me hizo suponer que a broncas ya estaba acostumbrada. Me decanté, pues, por la primera opción. Me correspondió con una sonrisa que iluminó su cara de joven corsaria, momento en el cual sus ojos volvieron al suelo, buscando el objeto que nuestro fortuito encuentro había arrebatado de sus manos. El mismo que yo ya había recogido apresuradamente y ahora sostenía en mis manos. “El Principito”, leí en su portada. Era una versión de bolsillo, de la editorial Publimexi. En su interior, concretamente en la primera página, una mano firme y comercial había escrito a lápiz el precio estimado para ese ejemplar: 3 euros.

–          ¿Lo has leído? – pregunté mientras se lo devolvía.

Los ojos de la pequeña me estudiaron con cierta ansiedad. ¿Y éste de que va?, debió pensar antes de darme una respuesta. Pero supongo que llegó a la misma conclusión que yo: me la debía, aunque sólo fuera por el golpe.

–          Sí – murmuró.

–          ¿Y qué parte te ha gustado más?

La niña parpadeó un par de veces antes de hojear con rapidez el pequeño libro. Al cabo de unos segundos, con la sonrisa de quien encuentra un tesoro, lo sostuvo con ambas manos y me lo acercó a la cara, abierto de par en par.

–          ¡Esto! –exclamó.

Leí las palabras que su escuálido dedo me señalaba. Eran breves, me bastó un vistazo, y cuando terminé de hacerlo asentí con la cabeza pero esta vez sin ganas de sonreír. Como si mi gesto se le hubiera antojado una señal convenida, la niña me dijo adiós y continuó su atolondrada carrera hasta perderse calle abajo.

Sería estupendo, pensé, que esa cría viva lo suficiente como para convertirse en una joven culta, guapa e intrépida. Que sepa navegar entre océanos de literatura. Que con los años pase de releer “El Principito” a conquistar “El guardián entre el centeno”, y luego bucee, si sabe aguantar la respiración, entre las simas de “La metamorfosis”. Alguien a quien nadie libre de vivir sus primeros y necesarios desengaños. Que asuma lecciones que sólo se aprenden de madrugada, abrazada a sus propias rodillas, mientras a su lado duerma ajeno el perfecto extraño en el que de pronto se haya convertido el príncipe azul que había creído conocer, o que un día vuelva a sostener en sus manos el pañuelo arrugado que un día cubrió los efectos de su enfermedad y decida entregar media vida ayudando a aquellos que en ese momento teman en juego la suya. Sería estupendo, pero no sé si sucederá.

No he vuelto a encontrarme con ella y no sé si lo volveré a hacer. Tal vez lo suyo no fuera tan grave, y su torpe vitalidad constituyera el mejor síntoma de que todo va a salir bien. A estas alturas de la película conozco perfectamente dónde se encuentran las palabras ánimo, esperanzao deseo en el diccionario, pero confieso que me resulta cada vez más difícil buscarlas. La vida va cubriendo de polvo y mugre ciertos vocabularios, y hace ya mucho tiempo que dejé de creer en los cuentos de hadas. En resumen, ignoro si tarde o temprano se cumplirá ese miserable pronóstico de que los angelitos vuelven al cielo o si, felizmente, todo saldrá bien y la pesadilla quedará atrás; pero al menos, me digo, a pesar de su breve existencia, a esa niña ya le ha dado tiempo a comprender el sentido de las palabras que aquella mañana me mostró subrayadas a lápiz. Las mismas que hoy, sentado en mi despacho mientras tecleo estas líneas, aún me resultan vetadas y que ahora que vuelvo a pensar en ella parece estar dirigiéndomelas a mí: “Cuando te hayas consolado (uno siempre termina por consolarse), te alegrarás de haberme conocido”.

LA LITERATURA DE LA SOLEDAD

4 noviembre, 2012/4 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

En ocasiones las mañanas se desperezan sin terminar de decidirse sobre si echarse el tabardo gris o despejarse por completo. Pero en esta época del año confieso que me da igual. Cualquier clima y momento es bueno para pasear por esta hermosa ciudad mediterránea un fin de semana cualquiera y empaparse de la vida del barrio, esa que aun entendiendo de crisis no deja que se le note.

Y en ello estoy, escuchando el rumor apagado de mis pasos tempraneros mezclándose con el ruido de las persianas metálicas que comienzan a abrirse. Cierto que algunas se mantendrán cerradas y polvorientas, pero en los rostros de los demás tenderos no se refleja otra amargura que la exhalada por el café recién hecho en un pequeño bar junto al mercado de abastos. Paso al interior del local para tomarme uno y apuesto por desayunar con la noticia-disparate del día, aunque no me es posible: un parroquiano hojea con codicia y al mismo tiempo los únicos dos periódicos disponibles. Me conformo, pues, con repasar el de antes de ayer, que agoniza en su rincón invadido por manchas pardas y migas de magdalena. Qué más da, me digo, los relatos sobre picaresca y trinque no entienden de fechas, gozan de intemporalidad. Eso sí, mantengo una discreta vigilancia sobre el tipo que dos mesas más allá sigue cotejando con rápidos movimientos de cabeza las secciones de deportes de ambos periódicos abiertos de par en par.

El análisis comparativo de mi vecino de mesa puede con mi paciencia, así que termino mi café y salgo a la calle para continuar mi paseo. Rodeo el edificio del mercado en cuyas puertas se agolpan las vendedoras de flores y camino hasta la parte de atrás, donde se ubica una plaza con suelo de acera gris y pegotes negros que alberga un par de farolas y varios bancos vacíos y destartalados.

La vida está llena de elecciones sencillas. Si o no. Arriba o abajo. Izquierda o derecha. Hacia cualquiera de esas direcciones podría dirigir mi vista cuando atravieso la plaza pero en vez de eso mis ojos se posan en él. Cincuentón, pantalones vaqueros gastados, un jersey de cuello de pico de color marrón y la barba canosa de tres días pugnando por emerger de su piel rojiza. Aún no parece vencido del todo, aunque su demacrado aspecto y la hinchazón de sus manos sugieren que no sólo de café vive ese hombre sentado en uno de los bancos, en cuyo respaldo figura un nombre, Rebe, pintado con un espray de color rosa. Él está sentado en el otro extremo, como si albergara la esperanza de que alguien pudiera ocupar el amplio margen de madera que su cuerpo viejo y orondo cede al vacío. Junto a él, una pequeña mochila. En ella hurga precisamente cuando paso a su lado. Me dirige una mirada de soslayo, prestándome la atención instantánea y fugaz de quien está acostumbrado a ver girar el mundo a su alrededor sin concederse una brizna de mutua importancia. Y es justo al sobrepasarle cuando del interior de la bolsa saca tres libros, vuelve a mirarme y sonríe con un guiño de complicidad para volver a bajar la cabeza y humedecer su dedo índice antes de enviarlo a bucear de nuevo entre esas páginas aparcadas.

No puedo ver la portada, pero de entre los otros dos libros que aguardan debajo, entre sus dedos inflamados y sucios distingo un título en el lomo: Beltenebros. Y me quedo allí, contemplándole, cuando en realidad ya hace horas que me he marchado de aquel lugar, pensando cómo las cosas simples acaban por adoptar una complejidad que las vuelve realmente difíciles de entender. Me pregunto qué habrá sentido ese hombre cuando sus ojos hayan recorrido la atmósfera oscura y sin esperanza del libro, si habrá recordado, al desmenuzar esas líneas, los momentos de su vida en los que sin duda sintió la congoja y la traicionada extrañeza del Capitán Darman regresando a un lugar tan hostil y distinto al que un día conoció, o si tal vez su arruinado presente es a causa de su propia ceguera, tan profunda y malvada como la que afectaba a Valdivia. Si tuvo un negocio, o una vivienda, y tras el desahucio, antes de alejarse, también miró por última vez las mismas maderas con forma de aspa clavadas “con una saña definitiva de clausura”. Y cómo ahora se arrincona, voluntario y abandonado, en una esquina del banco desvencijado donde el vacío que ocupa ese nombre garabateado le hace imaginar que algún día su particular Rebeca Osorio pueda perdonarle y salga a cantar por última vez para él.

A pesar de sus posibles errores, de su mala suerte y de su certera miseria, en ese fugaz instante en que nuestras miradas se han cruzado me estremezco pensando en que ninguno estamos a salvo de nada, pero me consuela saber que tal vez al leer esas mismas páginas, cuando haya llegado al epílogo y la arqueología de esa historia, su historia, habrá concluido la misma lección que Muñoz Molina desgrana en el momento en que la tinta de su pluma expira: que un libro, como un gesto, como la propia vida –añado yo- es irreparable y que, llegado el caso, uno no se cura de ellos corrigiéndolos, sino escribiendo otros.

Página 5 de 512345

Follow us on Facebook

Twitter

Tweets por el @RudoSafer.

Entradas recientes

  • Reseña de ‘La melodía de las balas’, por Cristina Grela
  • ‘La melodía de las balas’ en el periódico La Escuela de Ávila
  • ‘Pegando la hebra’: entrevista en Valencia Plaza Radio
  • Reseña de ‘La melodía de las balas’ en el canal de YouTube de las Chicas Britt
  • Entrevista en el blog de José Luis Urrutia

Comentarios recientes

  • faisa69 en ANATOMÍA DE UNA NOVELA: ACERCÁNDOME AL JAZZ
  • Concha Lerma en ANATOMÍA DE UNA NOVELA: ACERCÁNDOME AL JAZZ
  • faisa69 en ANATOMÍA DE UNA NOVELA: ACERCÁNDOME AL JAZZ
  • Jose Luis en ANATOMÍA DE UNA NOVELA: ACERCÁNDOME AL JAZZ
  • Lily Tempeltom en Anatomía de una novela: Un atentado.
© Copyright - Rudosafer - Enfold WordPress Theme by Kriesi
Desplazarse hacia arriba