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Listado de la etiqueta: literatura

Entradas

Reseña en el blog «El rincón de las páginas»

18 noviembre, 2015/0 Comentarios/en Noticias /por Rubén Sánchez Fernández

El bloguero y escritor (entre otras muchas cosas) Carmelo Beltrán, ha publicado en su completo blog El rincón de las páginas una reseña sobre Hadas con tacones afilados. Desde aquí quiero agradecerle el tiempo dedicado a la lectura de la novela y su generosa aportación.

Podéis leer la reseña en el siguiente enlace:

Reseña de «Hadas con tacones afilados» en el blog «El rincón de las páginas»

Participación en Cartagena Negra

14 septiembre, 2015/0 Comentarios/en Noticias /por Rubén Sánchez Fernández

Durante los días 11 y 12 de septiembre de 2015 se celebró la primera edición de Cartagena Negra en la legendaria ciudad murciana, cumpliendo así el viejo anhelo del mundo de la cultura de dar cabida a un evento que acogiera con toda su generosidad e intensidad al género negro literario. De la mano del comisario Ignacio del Olmo tuve el placer de ser invitado y participar en la mesa redonda Lo policíaco, lo policial y lo judicial: un juego de muñecas rusas, donde coincidí con el doctor Juan Pedro Hernández, médico forense, y la inspectora jefa de Policía Científica, Silvia Pérez Pavía. Un inmenso honor haber compartido espacio y experiencias con ellos.

Cuidada y meritoria organización, inmejorable acogida y un sinfín de emotivos detalles que alcanzaron incluso lo personal. Gracias a todos y hasta siempre.

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Entrevista en «Hoy por hoy», de la Cadena SER – C. Valenciana

4 agosto, 2015/0 Comentarios/en Noticias /por Rubén Sánchez Fernández

Pulsa en el enlace para escuchar la entrevista completa:

Entrevista Cadena SER – Hoy por hoy

«El poli que escribe libros». Entrevista para El Mundo.

19 julio, 2015/0 Comentarios/en Noticias /por Rubén Sánchez Fernández

Entrevista que la periodista y escritora Bel Carrasco me ha realizado para el periódico El Mundo (en su edición para la Comunidad Valenciana).

Desde aquí quiero agradecer a Bel su exquisito trato y su pasión por el periodismo y la literatura.

Pulsad en la imagen para leerla completa.
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ÉL NUNCA LO HARÍA, IMBÉCIL

4 julio, 2015/3 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Los que desperdician su tiempo leyéndome en Twitter habrán advertido que invariablemente comienzo mi rutina allí con el mismo saludo: café, noticias y lo que se tercie. A diferencia de otras personas a las que les cuesta horrores levantarse, el único esfuerzo que yo he de hacer cada mañana es volver a tomar contacto con lo que me rodeaba cuando cerré los ojos unas horas antes. Un poco a la manera del famoso microrrelato de Monterroso, cuando despierto, es el mundo el que sigue ahí. Por eso es un hábito necesario para reencontrarme con la realidad matutina paladear el negro líquido mientras ojeo la lista de barbaridades que los diarios han decidido destacar esa jornada.

Pero ocurre que últimamente ese café deviene cada vez más amargo. No hay día en que no me asalte un anuncio con peticiones de adopción o acogida de perros abandonados, sin distinción de razas ni tamaños. Criaturas diminutas arrojadas a una caja de cartón o abuelos de profusas canas y semblante derrotado me miran desde la pantalla con la expresión de quienes, juraría, no volverán a confiar en esta maldita especie que se llama a sí misma inteligente. Y ahí estoy yo: dando estupefactos sorbos a la taza mientras no tengo más remedio que contemplar las heridas, en el cuerpo y en la mirada, de animales en los que algún hijo de puta integral (o hija de puta, no vayan a acusarme de machista, o sea) decidió volcar su furia, su ruindad o su cobardía. Porque, no se engañen, quien es capaz de ponerle la mano encima a un ser indefenso de manera gratuita, en realidad está cometiendo lo que en el fondo desea para algún semejante y no se atreve a perpetrar porque se imagina las consecuencias. Y ahí es donde quería llegar; esa es una de las clamorosas fallas en el asunto: la vergonzosa protección que esta sociedad brinda a nuestros compañeros de vida, más allá de las penas irrisorias previstas, por supuesto, sólo para los casos más graves.

Fallamos. Fallamos como especie, como organización y como familia. Fallamos porque demasiadas personas se han quedado instaladas en la aberrante asociación entre el animal y el puto regalo de Navidad. Olvidan, claro, lo que viene a continuación: que las risas, los jadeos y los alegres retozos del cachorrito se hacen acompañar a menudo de cacas, meadas y utensilios mordidos. Que aquel gracioso perrito calcado al del anuncio de Scottex se ha transfigurado en un labrador de treinta kilos que demanda compañía a pesar de la semana romántica que tenían planeada en Formentera, que necesita un paseo aunque su dueño vuelva de fiesta cocido a las cuatro de la mañana, y que cualquier enfermedad que sufra habrá de llevarse bastantes euros de la humana cartera en veterinarios.

El siguiente capítulo ya lo conocen. Muchos, demasiados, acaban por convertirse en ese estorbo que, en su bendita ignorancia, sigue mendigando la mirada de quien decide rehuírsela. Y así es como es miles de ellos acaban en protectoras saturadas hasta lo vomitivo, encadenados sobre palés mientras conservan en sus rostros la triste y eterna duda de cuándo regresará el último ser amado que aún retienen en su memoria. Eso sin contar los que sobreviven en calles o cunetas, al albur de la lluvia, el sol abrasador o la crueldad. Luego todo depende de anuncios, de redes sociales, de la solidaridad de voluntarios o miembros de los servicios de emergencias que, excediéndose en su obligación, acaban por convertirse en ángeles guardianes. No faltan crónicas a diario sobre ello, lo que dota a la cuestión de un mayor dramatismo. Lejos de ser noticia, lo que debería ser normal es que los animales anidaran en el corazón de una sociedad que inspirara el amor y el respeto por ellos, además de una administración que facilitara (e impusiese, cuando fuera preciso) llevarlo a cabo.

Nos queda un infinito camino por recorrer. Conocerles, entenderles, interpretarles, adquirir hábitos como la esterilización, prever sanciones penales que hicieran a más de un canalla pensarse el tocarles con más fuerza que la que basta para una caricia… Preguntarse, en fin, que si para manejar un coche o manipular alimentos hace falta estudiar y examinarse de conocimientos teóricos y prácticos, cómo es posible que para cuidar de un ser que siente y sufre todavía hoy no nos exijan ni un maldito requisito.

Hadas con tacones afilados aumenta su presencia en puntos de venta

26 junio, 2015/0 Comentarios/en Noticias /por Rubén Sánchez Fernández

Poco a poco, Hadas con tacones afilados sigue abriéndose camino y aumentando su presencia en diferentes puntos de venta.

Además de poder comprarla a través de esta web, también está disponible en Amazon, El Corte Inglés y en La Casa del Libro.

Asimismo, cada vez está presente en un mayor número de establecimientos. Pregunta en tu librería habitual.

Amazon
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Casa-del-Libro

ENTREVISTA EN DÍAS DE RADIO, CANDIL RADIO.

23 junio, 2015/0 Comentarios/en Noticias /por Rubén Sánchez Fernández

Aquí podéis escuchar la entrevista que sobre mi novela Hadas con tacones afilados me han realizado los amigos del programa «Días de radio», de la emisora Candil Radio, en el 87.6. FM, que emite en mi querida tierra Almería.

Un verdadero placer el trato recibido por su presentador, Antonio. Disfrutadla.

Entrevista Días de Radio, en Candil Radio

LOS GRILLOS Y HEMINGWAY

23 julio, 2013/5 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Me lo imagino a media tarde, el aire cálido, pendiente de los últimos coletazos de luz vespertina. Haciendo un alto en el teclear de la máquina de escribir mientras dos dedos de su mano izquierda se pasean por una antigua cicatriz en la pierna. Sus labios se tuercen en un gesto de dolor que al instante abre paso a una resignada sonrisa. Vuelve a revivir el momento exacto del golpe contra el suelo, tras la cornada; de la voltereta en el aire no guarda ningún recuerdo. Los nervios o el vino, quién sabe. El caso es que esa indeleble marca en su piel y en su memoria es el punto de partida para describir al personaje que hace días bosquejó en su cabeza. Un tipo joven, bebedor, norteado, apasionado de los encierros que visita por vez primera Pamplona. Toma otro trago de aguardiente y vuelve a posar sus gruesos dedos sobre las teclas. Los mira. Tiene las uñas sucias. Nada que no arregle una buena ducha. Pero eso será más tarde, al anochecer. Comienza a teclear de nuevo. Diez o doce pulsaciones y pausa. Así una tentativa tras otra, fiel a su estilo telegráfico, duro, directo, sin proposiciones subordinadas ni giros argumentales que heredó de su profesión periodística y que tantas críticas negativas le ha procurado por parte de sus contemporáneos. Que soy un mal escritor, dicen, murmura chasqueando los labios.

Vuelve a detenerse y presiona la cicatriz, esta vez un poco más fuerte. Otro rictus, otra sonrisa, y vuelta a escribir. Sabe que no posee la portentosa imaginación que otros escritores de su tiempo dominan, y a quienes basta para inventar mundos e historias legendarios sin necesidad de alejarse ni un solo metro de sus escritorios. Recuerdo entonces una fotografía suya en blanco negro, encarando un objetivo desconocido con una escopeta de doble cañón, muy parecida a la que usó para quitarse la vida al amanecer del 2 de julio de 1961, y en la que se aprecia un detalle que para muchos suele pasar desapercibido: tiene ambos ojos abiertos, un gesto propio de alguien diestro en el manejo de armas, del cazador experto que sabe lo que se hace. Por eso solo escribe sobre lo que ha vivido. No le faltan experiencias: conductor de ambulancias en la Primera Guerra Mundial, periodista destacado en nuestra Guerra Civil o apasionado protagonista de encierros y capeas en su querida España. Todas ellas recuerda y todas ellas se palpa cuando dibuja con palabras la preocupación que ante su más que probable muerte siente Robert Jordan en “Por quién doblan las campanas” o la ciega rebeldía ante la derrota de Santiago, el anciano pescador de “El viejo y el mar”, novela corta que le valió el Premio Pulitzer en 1953.

Posa la mirada sobre el vaso de cristal de la mesa, considerando tomar otro trago. El aguardiente ya no proyecta reflejos color ámbar sobre la madera, lo que significa que el sol terminó de ocultarse. Por hoy ya es suficiente. Se levanta trabajosamente de la silla y sus fuertes manos aferran la máquina de escribir para llevarla adentro. Pero antes de desaparecer por la puerta vuelve su cabeza un instante, atraído por el canto de los grillos. No sabe por qué pero al escucharlos no puede evitar pensar en la muerte. Esa que siente tan cerca, temida y consoladora a la vez, y que le viene rondando desde su infancia. Su último vistazo a la campiña nocturna le hace recordar las palabras de John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas porque están doblando por ti”.

Tengo treinta y cinco años, decenas de miles de palabras escritas y amigos, más que lectores. No es un mal promedio. Son esos amigos precisamente los que se atreven, se dignan o se arriesgan a leerme, y cuando eso sucede, sus críticas se instalan en mi cabeza como el chirrido de un grillo machacón que me alerta de faltas u olvidos tan involuntarios como imperdonables. Solo así se explica que estas palabras sobre Ernest Hemingway lleguen tan tarde, alejados irremisiblemente en el tiempo sus amados sanfermines, y que sobre mi conciencia literaria caigan los ojos torvos cargados de dura melancolía de quien, tal y como confesó a Ava Gadner, se pasó la vida matando animales para evitar matarse a sí mismo, aunque al final no lo consiguiera. Como sospecho que tal vez jamás conseguiré ser tan mal escritor como él.

SOLO UN MERCENARIO

12 mayo, 2013/2 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Todo cazador suele serlo por parte de padre. No conozco ningún aficionado a la actividad cinegética que haya llegado a ella de manera espontánea. El gusto por la exploración, la paciencia para el rastreo y la persistencia en la búsqueda, amén de tener que venir de serie, se asientan definitivamente a base de contemplar durante interminables horas cómo el progenitor los aplica con el cotidiano empeño del que no sabe respirar sin vivir esa afición.

A mi memoria acuden recuerdos infantiles de las ocasiones en las que mi padre entraba en mi habitación, bañados sus ojos azules en la mezcla de alegría y codicia, sus labios finos arrugándose para formar un amago de sonrisa y sus manos blancas cediendo a las mías la pieza cobrada, inerme y carente de vida. Yo me limitaba a observarla, sin comprender muy bien el desaforado interés que mi padre sentía por aquellas cosas que a mí me resultaban tan indiferentes. Hasta que un día sucedió.

Una de aquellas piezas cobró de repente vida en mis propias manos. Sorprendido, corrí a refugiarme en un rincón y permanecí allí largo rato, devolviéndole la mirada mientras acariciaba delicadamente su lomo con mis dedos. Entonces descubrí que los ejemplares que mi padre se empeñaba en mostrarme siempre habían estado vivos. Así que desde ese día, aprovechando los ratos en que me quedaba solo, me dediqué a visitar a hurtadillas el mueble del salón donde los había ido colocando una vez preparados, para contemplarlos con detenimiento. Casi todos eran viejos. Algunos estaban sucios y harapientos, dispuestos en lo que a mí se me antojaba una anárquica formación. Yo caminaba de un extremo a otro de las estanterías, como si pasara revista, escrutándoles uno a uno, sin adivinar lo que sus hoscas apariencias ocultaban. Luego tocaba uno, lo tomaba y volvía a mi habitación, donde me abandonaba a su estudio. Unos me procuraban momentos de entusiasmo y diversión; otros, en cambio, me infundían un desasosiego cuyo poso tardaba horas, a veces días, en diluirse. Pero al fin y al cabo daba igual que gastara mi tiempo en compañía de Dumas, Twain, Delibes, Vargas Llosa o Kafka, la cuestión es que al fin entendí la viveza que se escondía en aquellos libros cuya búsqueda demandaba tantas horas de la vida de mi padre. Así fue como yo también me convertí en cazador.

A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de visitar innumerables lugares, llevado por el trabajo o por el simple gusto de hacerlo, y en ninguno he dejado de practicar la costumbre de agarrar mi mochila y lanzarme a recorrer callejuelas buscando librerías antiguas donde satisfacer la necesidad de hallar ese tesoro ansiado o esa edición en particular, enfrentándome siempre a la deliciosa incertidumbre de si hallaré lo que quiero o no. Bien es cierto que cada vez existen menos guaridas literarias dirigidas por libreros vocacionales que, tras atenderte y responder con paciencia a tus preguntas, te acompañan en la batida por sus dominios con la mirada alejada y respetuosa del que conoce su oficio y sabe que a partir de ahí el sufrimiento y el éxito son coto particular del ojeador. Esos lugares me resultan encantadoramente silenciosos, donde los cargamentos de papel y tinta conviven ordenados según el peculiar pero al mismo tiempo lógico criterio de sus dueños. Lugares donde se intuye que el libro que buscas aguarda escondido, esperando a que la sagacidad y la paciencia sean capaces de derrotarle. Recuerdo incluso una librería con su correspondiente gato descansando sobre una pila de viejos ejemplares del sistema educativo del siglo XIX. Pero desgraciadamente también me las he topado regentadas por simples mercaderes carentes de cultura y de interés por lo que custodian, y que se limitan a darte una tarjeta con la dirección de alguna página web escrita, con la esperanza de que encuentres allí lo que buscas y de paso les dejes en paz.

Pero eso no me desanima, al contrario. Un buen cazador de libros ha de ser ducho en todas las disciplinas. Debe saber rastrear entre signaturas y claves, bucear entre el polvo que cubre las letras olvidadas y, por qué no, saber batirse con otros tramperos a costa de la presa ansiada. Todo ello para experimentar la satisfacción del éxito cuando el libro capturado ya descansa en el interior de la mochila antes de despertar y transportar a su nuevo dueño a la particular visión de la realidad o la fantasía que el autor quiso recrear cuando lo escribió.

Después de todo lo dicho, puede que algunos se pregunten a qué viene el título de este artículo. Es fácil: el encanto de ser mercenario no obedece sino a que desde hace algún tiempo me dedico a regalar esa misma satisfacción a mi padre, a quien ya empiezan a sobrarle los años para viajar y no desaprovecha la ocasión de encargarme la búsqueda de algún libro antiguo que le gustaba especialmente o que, por contra, jamás tuvo la oportunidad de leer. Los dos últimos fueron “Sugerencias”, del jesuita Gar-Mar, el cual conseguí después de nueve meses y dieciséis librerías, y el “Diccionario Etimológico Latino-Español” de Raimundo de Miguel, en una edición de principios del siglo XX muy bien conservada. Y si, pese a todo, todavía hay quienes, consultando la segunda acepción del término “mercenario” en el Diccionario de la Real Academia, sigan sin entender por qué habría yo de encajar en la definición de un hombre “que percibe una paga por sus servicios”, les pido que piensen por un momento en la imagen de un anciano de ochenta y cuatro inviernos cuyas manos moteadas por los años y la experiencia reciben, agradecidas, el libro largamente deseado para retirarse al mismo rincón y sentarse en la misma butaca que le he visto ocupar desde que mis ojos se abrieron a la vida, deleitándose durante horas con ese mismo amago de sonrisa que la pasión por la literatura procura. Y ahora calculen si no es esa la mejor recompensa.

MEROS INDICIOS: PALABRAS MUDADAS

20 abril, 2013/0 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Hace poco tiempo mudé palabras.

Ingentes cantidades de letras apiladas en las polvorientas hojas de una vieja colección de libros. Las hice trasladarse desde las estanterías del despacho de mi hermana hasta mi biblioteca, a unos quinientos kilómetros de distancia. Fue un viaje tedioso, aunque salpicado por la ilusión del tesoro recién descubierto. Los casi ochenta volúmenes se despidieron de las costas de Almería, recorriendo la huerta murciana para terminar afrontando los fértiles campos de Valencia, disputándose en el trayecto el espacio interior de mi coche, hacinados en huecos imposibles cuya existencia yo mismo desconocía hasta ese momento. Y ahora aguardan ahí, justo frente a mi mesa, ligeramente ladeados. Dickens, Balzac, Faulkner o Víctor Hugo, contemplándome desde su humilde atalaya de Ikea mientras se dirigen miradas de recelo, disputándose la dignidad de ser los primeros en ganar un nuevo lector que se acercará a ellos con esa sempiterna mezcla de curiosidad y abrumador respeto que se adueñan de uno cuando se está ante un grande de la literatura.

Me aproximo a la estantería y aspiro el olor picante que exhalan la tinta y el papel adormecidos. Eternos amantes cuyo despertar está próximo, y que sucederá cuando al abrir la portada la claridad les deslumbre y se desperecen para adoptar la forma y estilo que su autor dispuso en su día. Mis dedos acarician despacio la piel de sus lomos hasta detenerse en uno. El tomo VIII de las obras completas de Benito Pérez Galdós, de la Editorial Aguilar, con anotaciones de Federico Carlos Sainz de Robles quien, por aquel entonces, tal y como se indica en su interior, ejercía como archivero, bibliotecario y arqueólogo, además de Subdirector de la Biblioteca y el Museo de Madrid. En la contraportada del volumen figura una fotografía del escritor canario con pose ausente y relajada, bajo la cual reza la siguiente leyenda: “Retrato de una época en que era ya el novelista indiscutido y empezaba a ser el dramaturgo genial”.

No es un mal comienzo para albergar estas nuevas palabras.

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