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ANATOMÍA DE UNA NOVELA: LA AMBIENTACIÓN (HISTORIA DE UNA IGLESIA).

16 junio, 2013/1 Comentario/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

La vida nos impone desafíos. En la novela los planteamos nosotros.

Sólo la oscuridad contempla a Silvio y a Hugo dentro de la iglesia. A esas alturas del capítulo y de la trama ya debe estar claro el motivo por el que se encuentran allí durante una madrugada de primeros de abril, reducidos ahora a un par de sombras furtivas cuya única aspiración es la de no ser vistos ni oídos. Avanzan por separado, a distancia, pegados a la pared, notando cómo la arenilla del suelo rueda bajo las suelas de sus zapatos y rogando en lo más hondo de su ser que termine de extinguirse el delator y lastimero chirrido que emite la oxidada cancela de hierro de una de las capillas laterales al abrirla.

Ahora debo corregir lo que he dicho: no sólo la oscuridad les observa. Todo lector que sostenga entre sus manos el libro vive en ese momento refugiado dentro de esa misma negritud. Por eso, al igual que ocurre con los dos personajes, hay que ofrecerle un itinerario en la penumbra para que pueda recorrerlo con ellos, para que dude también sobre si debe girar a la izquierda o a la derecha y termine por hacer suya la inquietud que supone aceptar las consecuencias de la decisión que finalmente tomen. Ese es el desafío. Y un elemento fundamental para alcanzarlo es crear el ambiente adecuado, tarea que, entre otras cosas, se basa en una buena documentación.

Todo cuanto sucede lo hace siempre dentro de un contexto. Pero a diferencia de la vida, en la que prestar atención o no al ambiente que nos rodea suele ser un acto más o menos aleatorio, en una novela este hecho puede manejarse a voluntad. A lo largo de cada página, lo que el lector sabe es porque el escritor quiere contárselo. Eso implica dos cuestiones: que nada puede darse por sabido y que, al mismo tiempo, podemos destacar o disimular lo mismo sucesos importantes que nimios detalles según nos convenga. El misterio de la literatura llegará luego, cuando el lector interprete a su manera la historia que quisimos contarle.

Octubre de 2012. Estoy escribiendo la escena de la iglesia y necesito estar en ella y experimentar lo que se siente antes de que lo hagan Silvio y Hugo. Valencia, como tantas otras ciudades españolas, está plagada de templos cristianos, por lo que en un principio no debería costarme un gran esfuerzo dar con la adecuada. Consultado en el ordenador me decanto inicialmente por dos. La iglesia de Santa María del Mar y la de San Martín. Aunque muy diferentes entre sí, su aspecto interior es el que más encaja en la idea que ronda en mi cabeza para esa parte del capítulo. A pesar del otoño, la tarde se presenta calurosa. Cojo la mochila, la cámara de fotos y los cuadernos y me dirijo a la ciudad para poder estudiarlas con más detalle.

Una vez que he llegado hasta la parte final de la avenida del Puerto me encuentro con que la iglesia de Santa María del Mar está cerrada. Una lástima. Sin ser de gran tamaño, su avejentada fisonomía y la portada tardobarroca se parecen bastante a la imagen que me había formado para escribirla escena. Pero no hay nada más que hacer allí, al menos por hoy. Me traslado, pues, hasta la otra punta de la ciudad, en pleno casco histórico, y me adentro en el templo de San Martín. El interior es fascinante. Lo conocía por fotografías que había estudiado con anterioridad, pero ahora que estoy sentado en uno de los últimos bancos y puedo contemplar en silencio la nave central con las capillas laterales intento desalojar en mi imaginación a los escasos feligreses que a estas horas pululan por el lugar y entonces me parece experimentar en propia piel la desazón que habrán de sentir más tarde -mucho más tarde- Silvio y Hugo cuando vivan en su propia piel todo cuanto ha de acontecer allí.

Sin embargo, aunque me gusta el aspecto interior de la iglesia, lamentablemente no ocurre lo mismo con el exterior. No es así como aparece en mi cabeza. No puede ser así como se presente en la novela. Por diferentes motivos, ha de ser un templo alejado en la distancia y en el recuerdo, olvidado tanto por los feligreses como por los eclesiásticos encargados de su mantenimiento. Resulta imprescindible buscar otra apariencia al contenido que acabo de descubrir. Y parecía fácil escribir sobre una iglesia…

Es noche cerrada cuando vuelvo a casa. Entre la escritura de la mañana y la caminata vespertina considero que por hoy es suficiente. Concluyo resignado que me espera otra de esas noches de sueño inquieto. Suele sucederme cuando he de escribir al día siguiente y la escena aún no está preparada en mi cabeza. Todo ha de encajar: los personajes, los gestos, la acción… De no ser así, el proceso narrativo se vuelve mucho más incierto, y aunque al final siempre sale algo, la antesala de ese logro resulta particularmente insufrible.

Al día siguiente inicio la búsqueda de nuevo en internet. Fruto de mi insistencia y también de la casualidad encuentro esta interesante página http://www.jdiezarnal.com/, en la que su autor desgrana las características arquitectónicas de los principales monumentos religiosos de toda España. Al cabo de un rato encuentro la imagen perfecta.

Corresponde a la Catedral de Ibiza, que yo en la novela he rebautizado como la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Su emplazamiento está bastante aislado, al menos desde esa vertiente, debido -como tantos otros templos de la isla Pitiusa- a su origen como basílica defensiva, y su aspecto resulta desangelado. Es así como habrán de contemplarla los dos personajes cuando se aproximen a ella entre las sombras de la noche.

Ahora que mi mente y mis cuadernos están saturados de anotaciones toca la parte más difícil y a la vez más hermosa: escribir. Y es ahora también cuando hay que tener presente una premisa fundamental: documentarse ha de regirse siempre por ciertos límites. De lo contrario, corremos el riesgo de introducir con calzador tal profusión de datos que el lector olvide que está leyendo una novela y acabe creyendo que lo hace sobre un manual de bellas artes o de arquitectura. Una vez hallado ese equilibrio y permitidas ciertas licencias literarias -la iglesia de la novela es, en realidad, la conjunción de dos templos distintos, he reducido el número de capillas laterales para adaptarlas a la acción, cambiado el nombre de un santo e inventado un deterioro inexistente en los frescos de la bóveda, por poner sólo algunos ejemplos- será cuando, si logro el objetivo, de los pedazos de todas esas realidades que acabo de mencionar se habrá creado otra realidad bien distinta, pero tan cierta para el lector como ya lo es para mí. Porque, al fin y al cabo, como escribió Juan Carlos Onetti, ¿qué es la literatura sino mentir bien la verdad?

ANATOMÍA DE UNA NOVELA: EL ESBOZO

28 marzo, 2013/2 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Las yemas de mis dedos, manchadas de tinta negra, bruñen la punta de la pluma por última vez. El esbozo de mi novela está casi listo y no conviene que un borrón a destiempo lo eche a perder. Pero ahí está: un joven policía obligado a resolver dos gravísimas situaciones sobrevenidas, una de las cuales pone en juego la vida de cuantos le rodean; la otra, a contrarreloj, destinada a terminar con la suya propia. Son un total de veinte folios y la idea me parece redonda, pulida. Impecable. La raíz de la cual brotará en forma de cientos de páginas la historia que bulle en mi cabeza.

Cuando empezó a escribir “La familia de Pascual Duarte”, Camilo José Cela pergeñó un guión que contenía aspectos básicos de la trama pero, según sus propias palabras, antes de terminar el primer capítulo el personaje ya se le había ido por otro lado y él tuvo que limitarse a seguirle. Aunque existen pocas reglas fijas en el mundo de la literatura, comparto la opinión del Premio Nobel gallego de que, cuando una idea está bien planteada y posee suficiente fuerza, la técnica empleada en su escritura termina por confundirse con la propia novela. Sin embargo, para llegar a ese nivel de excelencia, antes hay que haber pensado, escrito, corregido y replanteado el esbozo tantas veces como resulte necesario.

Resulta obvio que cada escritor es no ya un mundo, sino un completo universo. Hay quien prefiere dejarlo todo a la inspiración como suma expresión de la libertad creativa, lo cual resulta más que respetable. Yo mismo mantuve esa creencia durante años, pero con el tiempo me di cuenta de que esa presunta metodología sólo había sido otro error que añadir a mi mochila vital. Actualmente estoy convencido de que una preparación meticulosa, cuidando hasta el mínimo detalle, aumenta exponencialmente las posibilidades de que un proyecto goce de una más que aceptable calidad, lo cual dista mucho de garantizar el éxito.

Al igual que un arquitecto depende de sus planos o un marino jamás prescindiría de sus cartas de navegación, el esbozo constituye el guión estructural de una novela. Al principio sólo es un sencillo argumento. Una idea más o menos intensa que ocupa apenas unas líneas, pero que condensa la fuerza de la historia que queremos contar. Luego, esa idea ha de ser reescrita una y otra vez, añadiendo personajes, eliminando otros, tejiendo entre ellos nuevas subtramas, sentimientos, percepciones y eventualidades. Muchas de las grandes novelas de la literatura universal –que no siempre coincidieron con los criterios editoriales de la época-, comenzaron siendo una idea que no por intensa o interesante dejaba de ser excesivamente simple. A partir de ahí, sus autores rediseñaron tantas veces como estimaron necesario el esbozo, entreteniéndose durante semanas o meses en detalles tediosos pero fundamentales para que todas las piezas encajaran, y que terminaron formando esa historia que aún hoy nos mantiene con los ojos pegados a sus páginas hasta muy avanzada la madrugada.

Y hablando de nuestro presente, en lo que a mí respecta, tras nueve tentativas, por fin he terminado el esbozo definitivo. Para secar la tinta, soplo sobre la hoja de papel y la alejo, contemplándola satisfecho, con una media sonrisa que sabe como un trago de vino fresco tras haber recorrido un largo desierto de incertidumbre. Es entonces, al inclinar el folio, cuando una furtiva gota negra resbala, dibujando azarosamente una curva que se me antoja la forma bellísima de un cuerpo de mujer. Sí, eso es. ¿Por qué no añadir un personaje femenino que aporte a un tiempo tormento y serenidad a la historia del inspector Silvio Tanco?

Iba a continuar escribiendo este artículo pero, si me disculpan, he de afrontar la décima y definitiva versión del esbozo de mi novela.

ANATOMÍA DE UNA NOVELA: ANOTACIONES

10 marzo, 2013/4 Comentarios/en blog /por Rubén Sánchez Fernández

Como todo idealista inmaduro, cuando comencé a escribir creía firmemente en la inspiración. Cualquier aficionado a cultivar una disciplina artística en su versión creativa ha sentido alguna vez el destello de ese pensamiento fortuito que se le antoja pulcro y rotundo, la semilla que más tarde habrá de germinar y alcanzar la forma de la idea perfecta. Pero eso, sencillamente, no basta.

La inspiración siempre es inoportuna. Una mirada fugaz en la calle, la conjunción de un olor con la melodía del hilo musical de la consulta médica o, simplemente, recuperar un presunto recuerdo, me obligan a menudo a buscar con desesperación cualquier soporte donde anotarlos para evitar que desaparezcan. Al principio sólo confiaba en mi memoria, pero los años me demostraron que es insuficiente, y que me resulta mucho más provechoso unirla a mi imaginación para que jueguen a deformarse mutuamente y así dotar de vida a lo que escribo. De este modo, quien visite mi despacho puede encontrar anotaciones en cualquier lugar imaginable. Sobrecillos de azúcar, resguardos de la compra, o pedazos de papel arrancados con la saña furibunda del escritor que teme ser despojado repentinamente por el olvido de la idea soñada. Muchas de esas líneas con cuerpo de tinta y grafía confusa no las he utilizado jamás, e incluso algunas de ellas, al ser consultadas de nuevo transcurridos más de quince años se me antojan absurdas e inconexas con nada de lo que haya escrito o desee escribir en la actualidad, lo que me lleva a concluir que la literatura, como las relaciones humanas, también tiene sus etapas, su momento, pasados los cuales nuestras percepciones dejan de tener sentido para ceder el paso a otras más coherentes con nuestros anhelos.
 
Uno de mis felices descubrimientos en el ámbito de la escritura han sido los cuadernos. Normalmente utilizo dos. El primero de ellos es de la marca Moleskine: pequeño, con las tapas de color negro y las hojas rayadas con una línea. Debido a su diseño extremadamente sencillo, está curtido en soportar los diferentes climas y ajetreos de los interminables viajes a los que mi trabajo me obliga. En él hago anotaciones sobre la novela que estoy escribiendo. Detalles, conjeturas, pequeños esbozos que son tachados, corregidos y ampliados una y otra vez, van devorando una a una sus diminutas páginas. El otro es un Paperblanks, con un diseño –como caracteriza a esta marca- mucho más cuidado. De tapa dura, inspirada en la encuadernación original de un libro de poesía británica, me acompaña prácticamente siempre, y en él voy depositando cuestiones más generales. Frases célebres e interesantes, párrafos de novelas que llamaron mi atención, ideas para alguna novela o simplemente técnicas literarias. Una particular mezcolanza que me depara muy buenos ratos de lectura o consulta. A modo de anécdota, es el cuaderno en el que anoté la cita de Santa Teresa de Jesús que me regaló Manolo, el camarero apasionado de la literatura que trabajaba en el buque que cubría el trayecto de Valencia a Palma de Mallorca y que inspiró mi artículo El camarero del Fortuny.
 
En fin, la literatura también tiene su punto de fetichismo, y a mí me resulta realmente grato conciliar ese deber que todo escritor asume de luchar contra el olvido y la desidia con el placer de sentir mi pluma serpenteando entre las hojas de unos cuadernos que espero poder releer pasados los años con la fruición que la distancia y la perspectiva de toda una vida se dignen a concederme.

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